sábado, 26 de diciembre de 2009

"Je vous trouve très beau" de Isabelle Mergault

“-Mami, ¿qué es ganar una (apuesta) triple?
-Es cuando alguien te quiere… mucho”



Hay momentos es los que, aunque pueda parecer ligeramente exagerado, no encuentro las palabras adecuadas para transmitir una emoción tal y como mi cuerpo la ha experimentado. Describir algo tan asumido por nuestro subconsciente como resulta el rechazo de quien amas en silencio se me hace tan cuesta arriba que aún dudo de mis posibilidades reales de contarte lo que quiero. La comodidad de convivir con la persona que un día elegiste te hace olvidar el dolor tan intenso que se reproduce instantáneamente en nuestro interior cuando ves a quien deseas rozar sus labios con los de alguien que no eres tú. En la distancia, quizás escondido entre las sombras de una noche que preferirías no estar viviendo, observas el devenir pausado de sus manos a los largo de un cuerpo que no es el tuyo y, lo quieras o no, te imaginas el resto. Cierras los ojos para borrar esa imagen de tus retinas. Es entonces cuando el ritmo cardíaco se dispara, se descompasa con la cadencia de cada soplo de aire y el propio organismo entra en un estado de caos. En la distancia que supone el no sentirse correspondido terminas reconociendo, con la mirada fija en el suelo, que es lógico que tu lugar lo ocupe alguien más guapo, más alto y más rubio que tú. En esas ocasiones la decepción nos hace olvidar que las oportunidades que nos regala la vida no se pierden, sólo las aprovechan otros.

 


Je vous trouve très beau (traducida al español como Eres muy guapo, 2006). Esta sencilla historia de segundas oportunidades gira en torno a Aymé (Michel Blanc), un campesino francés que pierde a su esposa en un accidente. Superada la pena inicial que toda pérdida causa, el tosco protagonista centra su preocupación en lo arduo que se le hará el trabajo ahora que ella ya no está. ¡Hombres! Consciente de que en un pueblo tan pequeño como el suyo las posibilidades de encontrar ayuda para su granja son tan escasas como las de hallar a una nueva compañera, Aymé recurre a los servicios de una agencia matrimonial. [...]. Bueno, no dudo de la dureza de afrontar en soledad la monótona vida que este rudo personaje acostumbraba a compartir con su esposa, pero no disculpo con ello la relación de conveniencia de quien decide pagar con techo y comida sólo por no sentirse abandonado a su suerte. Gracias a la excéntrica directora de la agencia matrimonial, quien lejos de recluir a una francesita en busca de amor entre esas cuatro paredes le recomienda como mejor opción Rumania, ambos emprenden un viaje a un país en el que una gran cantidad de mujeres, con sueños de pasarela, están dispuestas a cumplir sus deseos sin rechistar con tal de salir de la pobreza que las rodea. En este contexto tan cómico como real, el encuentro con Elena (Medeea Marinescu), la única mujer que no le miente sobre su aspecto físico, será el punto de partida de un cambio de vida radical en el que el sentimiento de culpa por lo que se podría considerar una compra conduce con delicadeza la acción. Extraordinaria.



El silencio más absoluto me asusta. Me hace sentir tremendamente sola aún estando acompañada. Algun día perderé el gusto por los pequeños placeres pero, hasta que ese momento llegue, esta película de tonalidades azules en las que la engañosa luna tiñe de blanco las solitarias noches me hace recordar que la valía de quien ama reside en aquello que sólo sus ojos ven. Hoy no necesito más.

Carmelita "cuatroletras"

-No mires al sol que te quedarás ciego.
-¡Pero si soy ciego desde que nací!
-Sí, pero no podrás oír mi voz.
-¿Y por qué no podré oír tu voz?
-Porque no podrás verme.
-¡Pero si ya no te veo! ¡Soy ciego!
-Ves, eso te pasa por mirar al sol.

Carmelita, la luz de mis días oscuros, creció convencida de que nací ciego porque mi madre se enamoró del sol. Siempre tan ingenua. Ojalá hubiera sido por eso y no por deambular por caminos torcidos que la llevaron de cama en cama. Carmelita estaba obsesionada con la influencia del sol en nuestras vidas y a mí, enredado en sus delirios, me encantaba hacerla rabiar con la mirada perdida en él. Entonces sólo se le ocurría decir que no podría oírla. Y se callaba. Casi no respiraba. Pero nunca se apartaba de mi lado. Su olor a lavanda la delataba. De haber sospechado esa niña pecosa y escuálida que, pese a sus silencios, nunca me sentí abandonado, me habría arrancado el olfato de un mordisco. Pobre de mí, ciego, sordo y sin nariz. Sólo así, tal vez, tal vez sólo así habría temido no tenerla a mi lado. Tan callada. Casi sin respirar. Pero oliendo a lavanda. ¡Ay de mí si hubiera sabido que su simple presencia, ya desde niños, anulaba todos mis sentidos! ¡Ay de ella si hubiera intuido que su simple presencia hacía aflorar mis instintos más bajos! Carmelita creció creyendo que yo era un ser enviado por su dios. Una especie de ángel de la guarda encargado de velar por su seguridad con mis ojos vacíos. Intimidada por conocerla mejor de lo que ella misma se conocería nunca. Por reconocerla entre cien, aún sin abrir su boca. Por intuirla embebido en la más negra de las oscuridades. Su olor a lavanda la delataba. De mil y una maneras la soñé. Y de mil y una maneras la deseé.
Cuando Carmelita se echó su primer novio aún vestía calcetines hasta las rodillas. Y, con las trenzas de su pelo a cuestas, pensó que éste sería el primero y el último. Por eso dejó de ser la guía de su fiel perro ciego en la verbena de los viernes. Dejó de brillar con luz propia. Tan inocente. Tan pura. Con su olor a lavanda. Todavía con calcetines hasta las rodillas y con sus dos trenzas, se le quebró el corazón en tres pedazos. Uno por aquel caradura. Otro por ella misma. Y el último y más pequeño por su amigo ciego y sordo de tanto mirar al sol. Tres trozos irregulares de corazón. Uno por la mano desafortunada bajo su falda. Otro por la pena que bajó sus calcetines y alborotó su pelo. Y el último por perder la llave del cajón donde dejó guardado a su especie de ángel de la guarda. El segundo y el tercero no fueron muy diferentes al primero, salvo porque transformaron sus calcetines en medias de nailon y cortaron sus trenzas “a lo garçon”. Con el cuarto perdió lo que siempre soñé mío. Y a partir del quinto perdí la cuenta. Siempre tan ingenua. A todos quiso como al último y único, aunque a ella la quisieron como a cualquiera otra de tantas. A todos quiso como al único y último, aunque todos la usaron y abusaron a su antojo.
A esas alturas de la vida ya hacía demasiado tiempo que me había borrado de su historia. De un plumazo. Y es que a nadie le gusta tener una especie de ángel de la guarda blanqueando cualquier punto negro digno de reproche. Ya no era más que un antiguo compañero de escuela ciego y sordo de tanto mirar al sol. Un antiguo compañero de juegos ciego y sordo que ya empezaba a perder el olfato. Porque el papel de regalo que envolvía a Carmelita ya no era el mismo de años atrás. De tan ajado no me hacía falta intuirla para saberlo. Aquí, en un pueblo tan pequeño, hasta las piedras hablan. Además, sus medias agujereadas y su pelo húmedo la delataban. Ya no olía a lavanda. O eso me parecía a mí. Pero si algo permanecía intacto al paso del tiempo, era la inocencia de aquella niña con trenzas y calcetines hasta las rodillas con la que compartí tardes de colegio. Siempre tan ingenua. ¡Cuántas veces soñó, de niña, llegar a ser algún día doña Carmen, señora del alcalde! ¡Cuántas veces soñaría, ya no de tan niña, ser la ingenua Carmelita de entonces, con calcetines hasta las rodillas y el pelo trenzado! Con ese olor a lavanda. La niña que cegaba mis sentidos. La misma que me abandonó en un cajón sin llave.
Hace años que a esa Carmen le acompañan cuatro letras que nada tienen que ver con las soñadas. Cuatro nuevas letras que retumban en mi cabeza con más intensidad que el sol de mediodía en mis ojos vacíos. Carmen la puta, la ramera, la golfa, la mujer de la vida, de la noche y de la calle. Carmen la que conoce cada cama de cada hombre de cada pueblo de la comarca. Menos la mía. Mientras, en mi cabeza revolotea el reflejo del primero que le metió la mano bajo la falda. El primero que le tocó una teta desnuda. El primero que se la llevó a la cama. El primero que la engañó. Todos con la misma cara. Una cara que no es la mía. Una cara que siendo la misma es cada vez distinta. Y su vida empezó a carecer de sentido. Al menos para mí. Porque Carmelita, mi Carmelita, siempre tan ingenua, a cada uno se entregó hasta el final. Por cariño. Con sus calcetines hasta las rodillas y su pelo trenzado, hizo de su vida un acto de amor para quienes nunca la quisieron.
Carmen, la de las cuatro letras, pronto empezó a deambular por caminos torcidos. Tan torcidos como los que en su día frecuentó mi madre. Carmen, doña Carmen, también se enamoró del sol. Pero tuvo miedo de traer al mundo un niño ciego, sordo y sin olfato. Un niño que fuera una especie de ángel de la guarda. Un perro fiel al que guiar. El blanqueador de los puntos negros de su expediente vital. Y, antes de regalarle tamaña carga a su disoluta vida, echó a volar desde el campanario de la ermita. Sin compañía. Echó a volar tan alto, tan lejos y tan alto que casi tocó el sol. Carmelita, mi Carmelita, siempre tan ingenua, con sus calcetines hasta las rodillas y su pelo trenzado.

"Au cœur du mensonge" de Claude Chabrol

Esta tarde es mía. Sólo mía.

Desde que supe que Alberto pasaría el día de hoy en Granada dando una charla sobre fachadas ligeras en el Colegio de Arquitectos y que, en consecuencia, no tendría que preocuparme en más de treinta y seis horas por horarios domésticos que cumplir, empecé a preparar mi particular ratito de placer. Antes de pasar a la acción incombustible del mejor cine francés en versión original, me tomo la molestia de acudir a la cita para la cura de mi nuevo piercing en el trago de mi oreja izquierda. Dicen que ha cicatrizado bien. En una semana podré cambiarme de pendiente... sí, claro, en una semana. Alberto se llevó las manos a la cabeza cuando vio ese nuevo punto plateado en mi oreja hace un par de semanas. Se ve que, por mucho que intenté tapármelo con el pelo, simplemente no fue suficiente. El muy canalla suele aliarse con mi madre para hacer más fuerza con eso de "Silvia, ya no tienes edad para esas cosas", como si la actitud con la que debemos enfrentarnos a la rutinaria costumbre tuviera que ser una fotocopia en blanco y negro además de plana. En fin, se hacen mayores... ellos, yo no.



La tarde prometía. Dos horas con Monsieur Chabrol es todo un privilegio para alguien como yo (sin comentarios). Sólo por paladear despacio la música que acompaña al film ya merece la pena evadirte del mundo por un rato. Si cerrase los ojos sería como saborear un beso húmedo y tranquilo que parece que no vaya a tener fin. De esos en los que los labios casi no se mueven salvo por el rictus imperceptible de una pareja de sonrisas nerviosas. Mientras, las lenguas, (¡ay las lenguas!), bailan sin parar un vals arropadas por la cavidad de dos bocas que se desean momentáneamente por encima de todas las cosas. Así es la música de Au coeur du mensonge, En el corazón de la mentira.


La acción transcurre al ritmo de las vidas de los propios personajes, pausado pero continuo, algo así como la manera en la que se va formando el algodón de azúcar en la feria a los ojos de un niño. Las mentiras encadenas que se hilvanan a lo largo de la historia terminan por tejer un tapiz bicolor de la edad adulta. “Quand je suis avec toi tu ne peux pas te retrouver”. Existencias aburridas, convivencias maltrechas, parejas venidas a menos, historias cotidianas bañadas por la cadencia abrumadora de la lengua de Baudelaire y Les fleurs du mal. Me siento afortunada…



Acaba de llamar Alberto. Las charlas han sido un éxito. Yo lo sabía, confío en su capacidad por encima de cualquier cosa. Llegará a casa tarde y ésta que escribe, para no perder la costumbre, lo esperará medio dormida en la mecedora bajo una mantita polar con un café humeante lleno de mijitas de galletas flotando... que no pienso terminarme.

"Las cosas que no nos dijimos" de Marc Levy

1.

-He leído este libro –me digo a mí misma en un arrebato de consciencia. –Lo he leído, lo que no sé precisar es cuándo. Hoy no recuerdo cuándo… -me levanto sin llamar la atención y voy al baño con los ojos vidriosos.



2.
Las cosas que no nos dijimos. Magnífico título para esta historia de segundas oportunidades horneada por el maestro pastelero galo Marc Levy, autor de las exquisiteces Ojalá fuera cierto, Volver a verte y Mis amigos, mis amores, todas ellas recomendables para momentos de carencia de melaza, palabra. Me sería fácil hacer un resumen exhaustivo de las páginas que he leído (teniendo en cuenta la de notas que tomo y lo que me enrollo en estos temas). Aún más fácil me resultaría hacer un "copia y pega" desde cualquiera de las miles de páginas que, sobre esta nueva novela del francés, se cuelgan en la red. Sin embargo, hoy me apetece algo distinto, divagar, discurrir o soltar el rollo, como prefieras llamarlo, teclear una disertación personal sobre las segundas oportunidades que rara vez se nos presentan a los mortales en nuestras cotidianas vidas (al menos a mí), de cómo unos las aprovechan mientras otros se dedican a dejarlas pasar o, lo que es aún peor, a perderlas directamente, por no citar a los que ni siquiera se les presentan. Empecemos pues.
A ver, tú, sí tú. Tú que entras de vez en cuando en mi espacio con cierta curiosidad malsana. Tú, dime, ¿quién no ha conocido alguna vez a alguien?, ¿un alguien de esos que gozan de una vida tan cómoda que pronto, muy pronto, demasiado, olvidan que para los demás no lo es tanto?, ¿un alguien que reniega de una existencia entregada a cuestiones que no le llenan, obligadas, casi impuestas, que le restan un precioso tiempo para sí? No me contestes, anda, puedo adivinar lo que aflora a tus labios. Con los años nos volvemos previsibles, además, sólo se trataba de una pregunta retórica. ¿Afortunado o desafortunado?, ese alguien digo. Pues depende del lado desde el que lo miremos, como sucede con todo. Para mí, desde luego que lo primero. Si, como decía Dufresnes, “el aburrimiento es la enfermad de las personas afortunadas”… ¡yo quiero aburrirme! Como una ostra además, como una vulgar ostra sin perla y con la concha descascarillada por los bordes.
A lo que iba, que con tanto rodeo metafórico te pierdes dentro mis palabras y a ti, siendo sincera, no se te da demasiado bien eso de aparentar ser más inteligente de lo que te cayó en suerte, lo que pasa es que una es bastante discreta y, por si fuera poco, le gusta agradar. Bien, este alguien afortunado que tenemos en mente disfrutará no de una segunda oportunidad, sino de una tercera y hasta de una cuarta, como Julia, la protagonista de Las cosas que no nos dijimos. Pero irá desgastando cada una de las que se le concedan sólo porque ni siquiera sabe lo que quiere, igualito que ella. Y con el tiempo, cuando la vida se canse de darle oportunidades o, simplemente, se las ofrezca a otro, malgastará su existencia lamentándose, otra vez como Julia. Ley de vida del mundo real, colega, donde nosotros mismos somos dueños del día a día. Ya, ya, ya sé que prefieres la ficción de las novelas que dices leer, la perfecta vida de esos protagonistas tan turbadores de las historias que nos agitan gracias a la capacidad de alguien que, incapaz de vivir por y para sí mismo, lo hace por y para los demás; pero… ¿Te has vuelto a perder, verdad? Lo estaba imaginando, es que hoy escribo para mí, no para ti. Extraordinaria historia en todo caso. Hasta ahí llegas, ¿no?


3.

Esta extraña noche de sábado, yo, aquí, sentada en mi mecedora con el portátil sobre las piernas, con una mantita polar y un humeante café con mijitas de galleta flotando que no pienso terminarme, confieso que necesito una segunda oportunidad. Quiero una segunda oportunidad, por favor. La exijo. La reclamo a gritos con la boca bien cerrada. Pero no sé por qué no llega. Igual es que no la merezco. ¡Qué importa y a quién!, si yo me siento castigada por algo terrible que debí hacer en alguna de mis vidas pasadas y que ahora no recuerdo...
Vencida por el sueño, mi cabeza no deja de pensar, aunque en este caso lo hace en un estado placentero de cierta inconsciencia asemejando lo que me ocurre al vaivén de la marea de las playas de mi tierra: Cuando está llena y el océano se acerca amenazante, todos se agolpan a mi alrededor buscando un hueco mientras yo, sin soltarlos de mi mano para apaciguar sus miedos, intento unas veces con menos fortuna que otras que mi pequeño espacio permanezca inquebrantable; cuando está vacía, cuando más necesito que los que me rodean se peguen a mí como una lapa para que no me pierda por el camino, para que sepa volver a casa, para que no olvide quién fui, cuando el océano no es una incombustible amenaza azul para ellos, todos se dispersan por la arena entretenidos en sus aburridos quehaceres cotidianos sin importarles que ahora, con la marea vacía, quien tiene miedo soy yo. ¿Y qué pasa entonces conmigo? ¿Dime? ¿Qué pasa conmigo? ¿Lo sabes? Da igual, te lo digo yo. NADA. Conmigo nunca pasa NADA.


4.

No sabría decir por qué mi vida unas veces parece estar estancada y otras cambiar a pasos agigantados, pero sí sé que tanto giro inesperado me da vértigo. Tampoco sé por qué me levanto una mañana y lo que antes me quitaba la respiración llegando a oprimirme el pecho1 ahora no me supone la más mínima molestia. (¿Magia?). Pero es así, no hay más por mucho que yo me empeñe en que todo sea como antes. Mi propio yo se aleja cada vez más de mí hasta hundirse en el fango que recubre mi memoria... quiero una segunda oportunidad, por favor, por favor, por favor. No hagas que te la suplique, no me hagas creer de nuevo en un milagro divino para, más tarde, todo quedar en nada. Porque estoy cansada, muy cansada, de verdad. Entra y sale gente de mi vida sin parar ajenas a la realidad que me enreda y, aunque sigo sin estar en disposición de saber quién merece un hueco y quien una patada, creo que el tiempo pone a cada uno en su lugar. [...]
¿Sabes qué?, saldré de ésta. Sí. Hoy, pese a este terrible y devastador dolor de cabeza, hoy estoy convencida de que saldré. Puedo conseguirlo incluso sola. Lo sé. Mi mundo no acaba porque le deje de importar a alguien de la noche a la mañana. No me voy a pasar la vida fingiendo una "normalidad absoluta" que ya no existe, por eso ahora soy yo quien necesita una segunda oportunidad y, como hace Julia en Las cosas que no nos dijimos, no pienso desaprovecharla. YO NO.

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1. Puntualización importante: Lo que me quita la respiración y me oprime el pecho es la ansiedad, que de malentendidos sin resolver está lleno el mundo.


I'm Yours

Cualquier forcejeo era inútil. Lo sabía. No obstante, decidida a hacer su tarde más llevadera, golpeó a su presa por si a ésta se le ocurriera la fatal idea de oponer resistencia. En la radio sonaba “I’m yours”, qué paradójico.

-Esto para que no olvides que cuando yo digo NO, es NO –gritó mientras estrellaba su cabeza contra la pared.

¡¡¡CLON!!! El inesperado contacto con el gotelé sonó tan seco como la caída al suelo de un melón de kilo y medio desde cualquier brazo. Primera batalla ganada. Tal y como pretendía, su víctima quedó aletargada. Un buen golpe en la cabeza nunca falla. La sangre corría por su frente. Impávida miró su propio reflejo en el cristal de la mesa. Nunca antes se había adivinado tan perversa, tan capaz de infringir en alguien tanto dolor, tan vacía de culpa. Lanzó un inesperado beso allí donde su boca sólo era un reflejo horizontal. “Guapa”, se advirtió a sí misma.
El ladrido lejano de un perro aún más lejano la trajo de vuelta a la realidad de la habitación. El momento había llegado. Ya era hora de poner fin a aquella absurda pantomima. Rodeó despacio, m u y d e s p a c i o, su flexible cuello con las dos manos y saboreó el momento. Cerró los ojos para concentrar toda su energía en las yemas de sus dedos. De todos modos no le apetecía mirar aquel horror. Para qué. Le bastaba con saber que había dejado de respirar. Y entonces ocurrió. Sus músculos se tensaron, luego se relajaron junto a sus esfínteres (músculos al fin y al cabo), se hizo el silencio y todo terminó. Por fin era libre.



Dios no existe y los gobernantes lo permiten

Sudaba por cada poro de su piel. Su roída ropa se le pegaba al cuerpo mientras empujaba nerviosa el carrito de su bebé. Tenía hambre. Estaba lejos de casa. El pasillo hasta la salida delantera se le hacía eterno. Un cartón de leche temblaba bajo su brazo como lo haría un flan sobre un pequeño plato en la mano de un niño. En la distancia vio al vigilante de seguridad flanqueando a la cajera. Mala opción. Su instinto la hizo girar y deshacer sus propios pasos. Aún albergaba una última esperanza: la puerta de atrás.

El nudo de Salomón


Con los ojos cerrados me rindo. Caigo vencida bajo un amasijo de brazos y abrazos que atan y desatan pasiones arrinconadas, olvidadas por largo tiempo, aprisionadas tras una máscara pasada de moda. Una de esas pasiones palpitantes subyugadas a tu propio pensamiento, enajenadas, regaladas, saciantes y saciadas a partes iguales. Una pasión con nombre propio, el tuyo, que marca el ritmo de mis jadeos.
Con los ojos cerrados ardo. Ardo hasta consumirme. Y lo hago en ganas de una nada pasajera que me hace volar tras un nudo de piernas resueltas y dispuestas acostumbradas a correr. Unas piernas esbeltas que recorren la vida diez pasos por delante de mí con ese talante invisible y ausente, vencido, casi obediente, del que aparenta que ni siente ni padece porque sabe que continuaré en el mismo lugar.
Con los ojos bien cerrados te sueño. Sin cara. Sin cuerpo. Sin brazos ni piernas. Sin nombre. Eres tú sin serlo porque te sueño a mi manera. Valiente, presente, cercano. Y aunque corro y no te alcanzo, me contento con soñar que vuelo tras un nudo de piernas resueltas y dispuestas, esbeltas, acostumbradas a correr.

Venturas y desventuras de una Caperucita urbana

Érase una vez un cuento de colores, con buenos y malos, altos y bajos, visibles e invisibles. Un cuento escrito con letras de imprenta y reglones torcidos. Uno de final incierto. Un pequeño cuento con moraleja sobre alguien como tú y como yo,…, bueno, más bien como yo, para qué vamos a engañarnos.
Caperucita, nuestra Caperucita urbana, creció como lo hacemos todos aunque, siendo fieles a la realidad, no tanto a lo alto como a lo ancho. Cuestión de genética. Una buena mañana de otoño, en un ataque de repentina madurez, arrojó con rabia su caperuza al fuego. Se deslió las trenzas, acomodó su desestructurado pelo en plan leonil, se enfundó un escotadísimo vestido rojo y salió de casa bien temprano dispuesta a comerse el mundo... pero el mundo se la comió a ella. Y, como no podía ser de otra manera en alguien de su calibre, se sintió completamente perdida. Perdida y sola. Llorosa. Vulnerable. Tonta. Ingenua. Muy ingenua. Demasiado para su edad. ¡Pobre!
No obstante, haciendo acopio de entereza, nuestra Caperucita de metro y medio se enjugó las lágrimas, respiró bien hondo y decidió echar mano a las fuerzas que aún le quedaban atesoradas en el bolso. Con el rimel corrido y los taconazos salpicados de barro, a Dios puso por testigo de que nunca más volvería a pasar hambre... hambre de afecto, claro. Entonces, cansada de genios faltos de imaginación y de brujas con complementos de Tous, en un acto reflejo muy propio de ella, se recolocó su embutido vestido rojo, se acicaló su imposible melena y se puso manos a la obra. Canceló sus viejas cuentas. Acondicionó su burbuja para los momentos de carencias. Compró un wonder-bra que le sirviera de sustento. Y se armó de todo el valor que cabía en sus cartucheras. Envuelta en su nuevo disfraz, cerró los ojos mientras apretaba los puños con fuerza. Respiró hondo una vez más. Cogió carrerilla y... empezó a comerse al lobo por los pies.

Game Over

Me siento tan olvidada que dudo de si algún día existí. O al menos si existí de aquella manera. Todo se vuelve gris cuando no terminas de aprender las reglas del juego y la suerte del principiante no te acompaña. Perdí una partida, y otra, y luego otra, hasta llegar a mil. Pero no quise darme por vencida. Y mientras dejaba libre mi sitio y me despedía desorientada, sonreía con la esperanza de volver a formar parte del juego mientras mi silla permaneciera aún caliente.
No estoy segura de si lo soñé o si tan sólo lo deseé. Lo único que puedo asegurar es que el juego no terminó con mi despedida, que nunca me reclamaste y que mi silla, frente a la tuya, en ningún momento quedó fría. No estoy segura. No estoy segura de nada. Me siento tan olvidada que dudo de si algún día existí. Si algún día existí para ti. O al menos si lo hice de aquella manera.

Un guiño para Lucía... mi bichito de "Lu"

-¡Eeeeeh!, ¿hay alguien? ¡Eeeeeeh!, ¿alguien me oye? ¡Eoooh!, ¿hay alguien por ahí?

Nunca debí subir a ese avión. Pero es que me flipan los aviones, sobre todo los rojos. Recuerdo que volábamos muy alto, por encima de las nubes y, de repente, ¡CRACK!, algo se rompió. El piloto empezó a gritar “meidei, meidei, Jiuston, Jiuston, tenemos un problema”. Y se cayó una caja sobre la cabeza del copiloto, pero no le pasó nada. ¡SHASSSSS! Caímos al agua. Entonces el chaleco salvavidas hizo su trabajo: Me salvó la vida. Y por la mañana me desperté aquí, en esta isla.
¡PUMBA! Un coco acaba de caer de una palmera. Es un coco verde y está muy duro. Una vez vi en una película un hombre perdido en una isla que abría los cocos con un cuchillo de piedra. El problema es que mamá no me deja utilizar cuchillos. Dice que me puedo cortar. También vi como el hombre se bebía el zumo que se fabrica dentro del coco gracias al exprimidor que lleva dentro, igualito que los chocolates con sorpresa dentro. Creo que lo partiré dándole golpes con un palo, como la piñata del pueblo durante la comida de despedida. Además, aquí no hay peligro de que le dé a nadie en la cabeza, porque aquí no hay nadie.
Nunca había estado tan solo en mi vida. Y menos en una isla desierta. Bueno, ya no está desierta porque ahora vivo yo, pero es que no sé cómo se llaman las islas que sólo tienen un habitante. Creo que debería buscar una cueva para no mojarme con la lluvia. Porque en las islas desiertas, y supongo que también en las que tienen sólo un habitante, siempre llueve por las noches. Si mamá me viera mojado se enfadaría mucho y me diría que me quitara la ropa enseguida y que me metiera en la ducha. ¡Cómo si no estuviera ya lo suficientemente mojado! Un momento... podría hacer un fuego, así asaría un pescado o guisaría un pollo con almendras como el que hace la abuela. Pero mamá también se enfadaría. Siempre me dice que no juegue con fuego, que es muy peligroso y que podría quemar algo o, lo que es peor, podría quemarme yo.
¡Vaya, no sé qué hacer! Estoy aburrido. Vivir en una isla desierta es un rollo. No puedes hablar con nadie, ni puedes jugar con nadie, ni puedes pelearte con nadie. No puedes abrir los cocos con un cuchillo de piedra, ni puedes asar pescado. No puedes estar mojado, ni te puedes duchar con agua calentita. En una isla desierta te mueres de aburrimiento, te mueres de hambre y te mueres de frío. ¡Menudo rollo!
Prefiero vivir en el espacio, flotando entre las nubes y dando saltos gigantescos por La Luna. Allí siempre es de noche, ¡claro, es La Luna! Pero no me da miedo, porque tengo una nave. Y cada vez que tengo frío puedo meterme en ella, y hacer palomitas, y comerme un pollo entero con almendras que viene dentro de una pastilla espacial. Y puedo hablar con mis amigos por el intercomunicador. Y mandarle un mensaje a mamá para que no se preocupe.

-Carolo, vamos a cenar. ¿Qué calladito has estado toda la tarde? ¿Adónde has viajado hoy?
-Hoy he estado en una isla desierta, pero me he aburrido un poco porque allí sólo estaba yo. Mañana pienso ir a La Luna. ¿Puedo llamar a Paquito para que viaje conmigo?
-Por supuesto, carita de lechuga. Mientras que después dejéis la habitación ordenada…

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(*) "Meidei, Meidei", capítulo 3 de Carolo Caracolo: La apasionante vida de un caracol de campo.

-2, 2

Va a dejar de respirar. Como lo oyes. Me acabo de enterar en la frutería de que va a dejar de respirar. Voluntariamente. ¿Habrase visto persona más temeraria? Aseguran que está cansada de las terribles mañanas de otoño. Vamos, ni que fuera ella la única que las padece. Rara. Siempre fue una niña muy rara. Y, claro, con los años la cosa no ha hecho más que empeorar. Pobrecilla, con lo mona que es. Comentan que lo tiene todo preparado, que lleva semanas ensayando una técnica milenaria que ya domina por completo. Se atará las manos a la espalda y, de un solo salto, se tirará en plancha sobre el sofá. Apoyando la cara sobre el cojín que le toque en suerte, permanecerá inmóvil en dicha postura el tiempo necesario para que el espacio comprendido entre su cara y el citado cojín se hermetice hasta la más absoluta mimesis. Ha prometido no gritar, como si eso sirviera de ayuda a alguien que pasa las tardes sola… En fin, antes de que anochezca espera alcanzar un tono violáceo muy acorde con la ropa que lleva hoy puesta. Cuando llegue al blanco, todo habrá dejado de importarle. Lo que yo te diga, rara, rara.




Pues eso, que espero que te apuntes para ver el espectáculo. Igual tenemos suerte y aparecen los bomberos con sus bíceps, sus tríceps y sus mangueras. Chica, anímate, que no todos los días conoce una a alguien que ha decidido dejar de respirar.

viernes, 25 de diciembre de 2009

Leitmotif

Alehop!! Con la agilidad de un pequeño babuino que huye aterrorizado de su propia sombra, abandonó la cama de un salto. Lo curioso es que no lo hizo porque lo hubiera decidido así con obligada premeditación y fingida alevosía, que va, simplemente surgió por impulso, igual que se escapan los "tequieros" que no obtienen respuesta... o, al menos, no obtienen la deseada. Aunque nada hacía presagiar que esa nueva mañana de otoño fuera distinta a la terrible mañana de otoño de ayer, su infantil entusiasmo la hacía caminar casi un palmo por encima del suelo. Ilusa. Por fortuna, ésa era otra de las cosas que habían dejado de importarle, las terribles mañanas de otoño. Su molesta capacidad para prescindir de la gente a la que no queria dañar permanecía intacta, así que sólo se vio obligada a maquillar sus incipientes ojeras. Eso sí, nada de algodón, que es demasiado indigesto... oye, una nunca sabe en boca de quién va a terminar. Apenas se peinó antes de colgarse apresurada el bolso. Llegaba tarde, para variar.
La tesitura a la que se enfrentaba hacía días arañaba hasta el absurdo su más arraigada forma de ser. To mail or not to mail, that's the question. Se reconocía irremediablemente culpable de haber mancillado el lienzo más inmaculado del gremio de la monocromia hasta sacarlo de quicio, confiriendo a su apacible y verdi-blanca existencia cierto cariz rojizo. To mail. Necesitaba la envoltura mate de su voz. La necesitaba para respirar acompasada al ritmo que ella marcaba. Se atusó el pelo. Bajó hasta sus rodillas los límites de su incómodo vestido. E hizo crujir sus dedos dispuesta a descifrar el entresijo de palabras que abordaba su cabeza como una plaga de diminutos piojos. Necesitaba el bamboleo tosco de su mirada opaca. Y lo necesitaba ya. Or not to mail. Fijó sus ojos en la fecha del yogur de coco que descansaba en la mesa. 19/09. Sonrió mientras apagaba el ordenador. Tan sólo un segundo después fue engullida por el orgullo de un único y feroz bocado.

Los posos del café

Bebió un sorbo. Incluso dos. Tres si me apuras. Aquella mañana de otoño, contra todo pronóstico, decidió tomarse un café. Sujeto entre sus manos el vaso de plástico que retenía la momentánea expansión de aquel líquido viscoso, aún se atrevió a dar un sorbo más con la mirada perdida en algún píxel de su TFT. Las últimas noticias no eran alentadoras, es más, presumían ser tan lamentables como aquella terrible mañana, pero le dio igual. Con un movimiento casi mecánico desvió la mirada mientras sus pupilas bizqueaban ante un nuevo sorbo fijas en el supuesto café. “Es una lata el trabajar”, canturreó despistado su cerebro. “Todos los días te tienes que levantar”. Su mirada volvió a perderse en algún lugar recóndito de esas quince pulgadas. “Aparte de eso, gracias a Dios”. Sacudió con fuerza la cabeza como si de esa manera pudiera alejar de ella un pensamiento recurrente. “Dios no existe”, murmuró al tiempo que volvía a tomar un sorbo de café con la esperanza de que, al final, los posos le ofrecieran algo de cordura y templanza al devenir de esa terrible mañana de otoño.

El sueño del avestruz

Solía esconder la cabeza bajo tierra cada vez que la cosa se complicaba. Estaba convencida de que con esta absurda práctica su gran problema se esfumaría. Ausencia, lo llamaba ella. Cobardía, diría yo. Así pasaba sus días, negando lo evidente y ocultando la realidad, mintiendo en definitiva a diestro y siniestro como si de esta manera pudiera librarse de la espesa negrura que la acechaba. Ilusa, demasiado ilusa para su edad. Pero lo que no sabía es que los fantasmas nunca se alejan demasiado del lugar donde sus vidas quedaron ancladas y que, por mucho que escondiera su cabeza bajo tierra, por cientos de mentiras que hilvanara para disfrazar la verdad, su existencia estaba irremediablemente atada a aquello de lo que huía. Podía gritar tan fuerte que el eco de su voz resonara en las Antípodas. Podía transformarse en un cuerpo mudo recluido tras una pantalla de quince pulgadas. Incluso podía engañarse a sí misma convirtiendo su pesadilla en el sueño del avestruz. Pero lo que ella no podía, lo que nunca llegaría a conseguir era dejar de sentirse culpable hasta por respirar.

Desde dentro

Desde el primer momento y aún antes, yo más que nadie fui consciente de lo que supondrían esos nueve meses. A los tres nos tocaba afrontar una etapa de gustos y disgustos, pero nadie nos dijo que fuera fácil. Paradojas de la vida. Lo que empezó como un desahogo para el cuerpo comenzaba a ser un ahogo para el alma. Sin ir más lejos, se acabó el tabaco, que hace que el feto pierda peso. Dos euros para el bolsillo. Nada de otras sustancias fumables. Diez euros más. Ni hablar de las inyectables. Al menos veinte. Y el alcohol, ni olerlo. Doce. ¡No, si hasta iba a ser ésta la mejor manera de ahorrar! Lo cierto es que ninguna de estas cosas me ha quitado el sueño hasta ahora. Tampoco me preocupaba por ella. Aún no la he visto. Lo bueno de la vida siempre se hace esperar. Pero ha sido traicioneramente delatada por su calma voz y sus suaves caricias. ¡Y es que es tan joven! Sin embargo él, él sí bebe. Adivino que demasiado, aunque nunca delante de mí. Son frases incoherentes que se repiten sin cesar. Vaivenes de brazos con autonomía propia. Y ese olor tan característico a queso añejo. También fuma. Rubio. Negro. Americano y hasta de la China. A pares. A docenas medias y enteras. Solo o con amigos de papel. Pero es que él no es como ella. Ella huele a leche fresca de teta. A miel de palabras dulces. A humo de fogones. El huele a “chocolate” del moro. A “espuma” que no sube hasta el cielo. A colonia barata. Ella me gusta. Él no. Aunque confieso que la tenía por una mujer más inteligente. Por una mujer que no sabe de libros pero sabe de la vida. Por una mujer que se viste de mercadillo pero que se gusta. Me ofusca que siga a su lado. Me duele que se aferre a él como única salida. Me sorprende que nunca haya salido una justa queja de su boca. Quizás sea más fuerte de lo que ni yo mismo llegaré a ser nunca. O quizás las molestas ingestas de ira de él hasta hoy no hayan llegado a mal fin, si es que eso le sirve a alguien de consuelo. Porque es demasiado fácil presagiar que un día llegará la primera. La más difícil según dicen. Y tras ella la segunda. Y la tercera. Y, ya puestos, la cuarta. Sólo deseo que, cuando eso ocurra, mi voluntad ya se haya forjado de hierro.
Vaya, ya la obligan a empujar. Y no quiere. No desea que lo que viene sea una plana fotocopia de su historia. Y le duele. No entiende por qué estos nueves meses han pasado tan pronto. Y grita. Está segura de que dentro estará mejor. Y se golpea la tripa. Entonces, bajito, muy bajito, le susurro desde dentro que no soy el primero ni seré el último. Y llora. Le pido que aunemos nuestras fuerzas contra él. Y suspira. Le regalo una patadita en el vientre. Y sonríe. Le confieso mi miedo. Y me quiere más que nunca. Le advierto que quizás sea como él. Y me deja salir.

-Enhorabuena, Sara, ha sido niño.

Una vida de principios

-Busca un acto cotidiano- solía repetirme. –Cualquier pequeño acto puede ser el principio de algo extraordinario.

A Manuel siempre le gustaron las historias contadas desde el principio. Desde que el ficticio personaje nace hasta que muere o se tira a la despampanante rubia de turno. Nada de historias que comienzan por el final y acaban por el principio. Manuel se perdía en ellas. Era incapaz de seguir el hilo. Más aún tras diez horas de arduo trabajo en una oficina imposible y entre cabezaditas silenciosas en nuestro incómodo sofá de madera. Siempre se perdía. Tal vez por eso, sólo por eso, cada vez que solicitaba mi amparo yo inventaba una nueva historia para él. Desde el principio hasta el final. Y se perdía aún más. Eso me hacía reír.
Nunca llegué a saber, pese a permanecer casi media vida a su lado, si Manuel trabajaba por obligación, por devoción o sólo para mantenerme a su lado. Podía presumir de conocerlo tan bien que entre nosotros sobraban las palabras. Una simple mirada bastaba para adivinar lo que pensaba el otro. Pero las palabras nunca sobran. Es más, siempre nos faltaron. Como me faltó el valor para abandonarlo al principio de nuestra relación, cuando el calvario de media vida a su lado aún parecía una pesadilla imposible. No es bueno amar tanto.
Manuel siempre fue el deseo de las amigas y la envidia de los amigos. No sé cuántas veces oí decir lo afortunada que debía de sentirme por tenerle a mi lado. Incontables. Que la vida me sonreía, aún sin merecerlo. Innumerables. Que la suerte de la fea… Incalculables. ¡Qué afortunadamente lejos queda ya ese principio! Porque mi vida ha tenido muchos principios. Lo cierto es que todas las vidas tienen muchos principios, aunque estos sean tan inminentes que no seamos capaces de reconocerlos aún cuando han pasado. Quizás sea mejor así. El principio de la vida. El acto de nacer. El principio del amor. Los primeros besos. El principio del desamor. La primera historia de tres. Hasta principio de infarto. Y es que Manuel siempre se tomó la vida demasiado en serio. Al contrario que yo. Por eso le quise tanto, por lo diferentes que fuimos. Digo bien, fuimos, porque después de casi media vida juntos nos volvimos tan parecidos que tan sólo nos reconocíamos en el otro.
El principio. ¿Dónde estará escondido el principio? Lo veo tan lejano que ya ni me acuerdo de él. O quizás no quiera acordarme. Al principio del principio de querernos, los obstáculos que se nos presentaron nos parecieron tantos que, más de una, de dos y hasta de tres veces, decidimos poner punto y final a lo que prometía ser una feliz historia. Nunca supe por qué no tuve el valor suficiente para salir corriendo, para remediar el sufrimiento que el amarnos nos causaría. Amar. Amarle por encima de todas las cosas es lo mejor y lo peor que me ha pasado en la vida. Estar separada de él tan sólo un segundo, un mísero segundo, me producía el mayor de los daños. Ni el frío, ni el calor, ni los golpes de la rutina, ni los años, nada ajó tanto mi existencia como el amarle como sólo a él amé. Lo peor es que siempre fui correspondida. Correspondida hasta la exasperación.


Y ahora, aún después de casi media vida juntos, aún después de amarnos y correspondernos hasta la exasperación, ahora, aún después de la muerte, lo veo ahí sentado en nuestro viejo sillón de madera, con la mirada perdida entre fotos color sepia. Ahí sentado, solo, lamentando mi ausencia entre sollozos. Y me parte el alma, aunque sea esto lo único que hoy dignifica mi existencia. Esto y los buenos recuerdos que de mí conserva Manuel en algún rincón de su cabeza y que hoy le hacen llorar. Desesperado. Porque esta misma mañana me he marchado. Para siempre. De su vida y de la mía. Para él hoy comienza un nuevo principio... el de acostumbrarse a vivir sin mí.

[REC]2 o la vuelta del "spanish gore"

LOS SIN NOMBRE. Mil veces he visto esta película, primer largometraje de mi admirado Jaume Balagueró, maestro entre los maestros del cine de terror. La profundidad psicológica de sus personajes unida a una trama envolventemente sectaria fue lo que me conquistó la primera vez y lo que me apasionó las siguientes. Recuerdo que Alberto y yo empezábamos a salir por aquella época. Tristán Ulloa borda su papel de periodista cutre en busca de una salida desesperada a su propia crisis personal. Para mí, su director ya apuntaba maneras.

Luego vino DARKNESS. Protagonizada por mi mito sexual de juventud, Fele Martínez (evita cualquier comentario al respecto, por favor) y Anna Paquin, la oscarizada y venida a menos niña de El piano, la cinta no me defraudó en absoluto. Hora y media de terror psicológico que puso en tensión mis músculos hasta casi agarrotarlos mientras que empezaba a hacer planes de futuro con el que ya consideraba el hombre de mi vida… sí, Alber, tú. El final, impresionante, aún permanece grabado en mis retinas.


La verdad es que el argumento no me llamaba demasiado la atención, demasiado manido en apariencia, y no digamos su protagonista, la esquelética Calista Flockhart, pero a estas alturas Alberto y yo llevábamos viviendo algún tiempo juntos y, claro, esa semana le tocaba elegir a él título. FRÁGILES. Joder con la película. Miedo, miedo y más miedo acompañado de esa risa floja típica de los cines. ¿Sabes qué?, no sé cuántas veces más he visto la película, de seguro que un par, pues aún no he podido mirar cuando salía Charlotte caminando hacia la cámara con aquellos aparatosos artilugios ortopédicos en sus piernas. ¡Puta niña mecánica!

¡Qué valientes prometían ser todos mis acompañantes cuando fuimos al C.C. “Los Arcos” a ver [REC]! A un lado Mayte, que debió de pagar media entrada porque vio toda la película con un solo ojo; al otro Alberto, que se dedicó a estrujarme la mano... por si yo tenía miedo, ja. Rodada como si se tratara de un documental, con movimientos de cámaras en ocasiones algo mareosos, no dejó indiferente a nadie. Vale, un poco truculenta, es verdad, pero ni una sola gota de sangre es gratuita. Cine para echar unas risas después con los colegas, a veces no necesito más. Durante semanas estuve echando a correr del salón a la cama por el pasillo de casa mientras Alberto gritaba tras de mí: “Soy la niiiiiiña Medeiiiiiirooooos”. Sí, sí, muy graciosillo mi queridísimo marido.

Hoy teníamos algo que celebrar. Esta tarde hemos recibido una muy buena noticia que cambiará el rumbo de nuestra vida común... o, al menos, lo va a modificar en la dirección que nos habíamos marcado hace ya algún tiempo. Cenita, risas y cine, a nuestro estilo. [REC]2. No podía ser otra, sobre todo el día del estreno. No desvelo nada, pero créeme que, en esta ocasión, la segunda parte es infinitamente mejor que la primera. Me encanta escuchar en la sala los gritos mezclados de féminas y machitos que enmascaran a continuación bajo risitas nerviosas. ¡Coño con Jaume Balagueró! Se nos ha hecho cortísima pese al dolor de músculos tensionados que hemos sacado de allí. Qué acojone, tú.


Eso sí, esta noche, al llegar a casa, la niña Medeiros que corre tras su presa desde el salón hasta el dormitorio… he sido yo.

Miércoles en la oficina

Hoy yo no soy yo. Un extraño agotamiento parece invadir mi cuerpo. Hace un rato impreciso que mis ojos se han cerrado al tiempo que mi cabeza comenzaba a balancearse. Me he visto como una peonza que gira sin tregua en el centro de la oficina. Mi cuello ha empezado a parecer un trozo de plastilina color carne incapaz de soportar erguido su propio peso. Entonces he caído agotada sobre la mesa, casi totalmente despejada dado el volumen actual de trabajo. ¡Ay, la crisis! Mi cabeza ha chocado contra la madera con tal fuerza que un sonido sordo y hueco ha retumbado entre esas cuatro paredes durante algunos minutos. Tal vez horas. Días. Me temo que esa es una incógnita que nunca despejaré. Lo cierto es que desde el momento del choque fortuito mis ojos no se han vuelto abrir. En un primer momento he contemplado la posibilidad de que mis párpados se hayan vuelto de plastilina en un claro acto de solidaridad con mi cuello. Pero, siendo fiel a la probable realidad que me rodea, mucho me temo que el responsable de mis párpados pegados es ese líquido viscoso y caliente que emana de alguna parte de mi cabeza. ¿De qué color será? ¿Verde marciano? ¿Azul abolengo? ¿Tal vez rojo convencional? Bueno, da igual, está claro que nunca lo sabré.

Calla, anda, calla un momento. Empiezo a oír un molesto ruido alrededor de mí. Un molesto ruido de voces que, aunque no me resultan ajenas, sí son cada vez más extrañas. Si mi cuello no se hubiera vuelto de plastilina así tan de repente, en este preciso instante levantaría mi cabeza y abriría los ojos. Eso si mis párpados no fueran también de plastilina... ¿Acaso he logrado engañarte? ¡Cómo si hubiera olvidado ya que el único responsable de mi ceguera repentina no es otro que ese líquido viscoso, caliente, molesto, inodoro e incoloro que emana sin cesar de mi cabeza.

Una sensación extraña abarca mi cuerpo. Me siento flotar, pero no como una pluma que irremediablemente cae. Más bien como un globo de gas que se eleva hasta las nubes. Hasta la troposfera. La estratosfera. La mesosfera. Un globo de gas que uno ve elevarse y perderse a la vista pero que sabe que pronto caerá como una pluma. ¡Qué curioso! ¿No será que me siento flotar como una pluma? No sé. No sé nada de mi nuevo estado. Sólo que hay muchas cosas que, sin más, han dejado de importarme. La falta de trabajo que nos encamina a un futuro más que incierto. El cambio de domiciliación del recibo del coche. El cierre de la instalación del gas por emitir demasiado CO. Ahora me explico yo por qué mi tortuga parecía estar hibernando. Cómo que vive tranquila en su piscina bajo el calentador. Después de mudarla ni la discusión que por teléfono he tenido con la compañía del gas me importa. Como ha dejado de importarme la largura extrema de mi pelo o la ropa de invierno. Tú. Tú también me has dejado de importar. Hasta yo misma no me importo.

Porque, digo yo, ¿qué más dará... si mañana todo volverá a ser lo mismo?

Vacaciones de verano: Risas, compañía, relax y "Protocolo de Convivencia de la Gripe A"

Reconozco que hace años que no tenía tanta necesidad de tomarme unos días de vacaciones como la he tenido este verano aunque, de saber cómo iban a terminar éstas, seguro que las habría disfrutado con mucha más prudencia y menor ímpetu.

Un simple dolor de garganta, motivado por los baños intempestivos en piscinas y playas varias, ha sido el culpable (junto a las numerosas presiones de una familia tan pejiguera como la mía) de que me viera envuelta en un trance por el que preferiría no haber pasado, palabra.

Cuando en urgencias descubren que vienes de pasar unos días en otro país, que los síntomas de un simple resfriado no han disminuido en más de cuatro días pese a la ingesta de cócteles de ibuprofeno y paracetamol, que la tos es constante y que, para más INRI, esos síntomas vienen acompañados de unas náuseas terribles que te hacen vomitar... lo tienes realmente jodido. Chaval, te acabas de convertir en un caso de “sospechosa gripe A”. Es entonces, con el corazón en un puño, cuando no sabes si lo que has encajado peor ha sido ser un posible peligro para los que te rodean o los 120 € que los hospitales privados te soplan sólo por hacerte los pertinentes análisis. Para tu información, los seguros privados, sí, esos que pagas todos los meses, no contemplan las pruebas dentro de su cobertura.

En cuestión de segundos parece que tu vida se haya convertido en el guión de un capítulo de “Hospital Central”. Te hacen poner una mascarilla. Te aíslan en una sala hasta la llegada de la ambulancia. Recorres toda la ciudad en tiempo récord y hasta con sirena. Todo el equipo médico te recibe con mascarillas. No entiendes muy bien por qué te llevan a una nueva sala de aislamiento en silla de ruedas si no te pasa nada en las piernas. Te conviertes en claro objetivo de las miradas indiscretas de todos los pacientes y familiares que esperan en el hospital a ser atendidos de sus achaques... Vamos, un auténtico caos.

Unas horas más tarde, después de que el médico te tomara la temperatura por no sé qué vez, concluye lo que tú ya sabías antes de que todo esto empezara y que no has parado de repetir desde el primer momento: Que te has resfriado por estar todo el día en el agua en un país muy caluroso con un 80% de humedad, que no estás embarazada y que la toma de tantos medicamentos te está dejando el estómago hecho polvo.

Señores, no todo se reduce al Virus A-H1N1 y, de reducirse, por favor, no se levanten descaradamente de sus sitios porque alguien con mascarilla se haya sentado cerca ni, aún peor, inventen excusas baratas para no montar en su taxi a una persona que consideran equivocadamente "infectada". El actual "Protocolo de Convivencia" impuesto por el Gobierno propone estas medidas como forma preventiva de la Gripe A, NO como una manera de evitar su transmisión. Cuídense de su vecino que tose en el ascensor o del que les estornuda en la cola del súper, háganme caso, porque hay mayor riesgo de portar el virus en ellos que en los que, por diversas circunstancias médicas de riesgo, debemos llevar una horrorosa mascarilla verde.

0,50 gramos de "Moralina Siglo XXI"

Echando un vistazo hace un par de días a la prensa, por mera curiosidad me detuve en el apartado dedicado a sexualidad... sí, idiota, por curiosidad. Además de las típicas preguntas de adolescentes en plena efervescencia que se creen maduros por el simple hecho de mantener relaciones sexuales con quien promete ser el amor de su vida, me sorprendió la pregunta de una mujer de vida supuestamente estable sobre el llamado "compromiso de libertad". ¿Compromiso de libertad? Está claro que debo ponerme al día.

El caso es que a esta señora se le quedaba corto el sexo con su marido y decía sentir la "necesidad" de disfrutar con otros hombres, no por amor ni por insatisfacción o lujuria, simple y llanamente como práctica sexual complementaria a la de "andar por casa". A todo esto, su pareja estaba de acuerdo... ¡cómo para no estarlo! La sexóloga, Pilar Cristóbal, reconoció esta práctica, para mí hasta ese momento de nombre desconocido, como parte del juego sexual del que gozan las parejas con plena confianza en los aspectos fundamentales de su unión. Es cierto que hacía hincapié en el grado máximo de confianza como requisito imprescindible para que el "compromiso de libertad" no acabara con el futuro de la pareja, pero ni criticaba ni reprendía, sólo explicaba.

Las voces de mis compañeras de trabajo no se hicieron de esperar una vez comentada la noticia durante el café. Que si "qué barbaridad", que si "adónde vamos a llegar", que si "se confunde libertad con libertinaje" (¡menuda frase desfasada!), que si "yo nunca lo haría", que "eso es cosa de guarras" (¿guarras?, ¿es ése el eufemismo que se utiliza ahora para descalificar a alguien que hace uso de su libertad sexual?, sí, definitivamente debo ponerme al día). Golpes de pecho. Eso es lo que observé mientras ellas hablaban, golpes de pecho que hacían las veces de buque insignia de la "moralina del siglo XXI". Lástima que en temas sexuales mi quinta, aún más temprano que tarde, suele sacar a relucir esa doble moralidad maliciosa heredada de los modelos de comportamientos de nuestros padres y abuelos.

¿Mi opinión? Difícil de explicar sin ganarme algún que otro adjetivo DES-calificativo que, de seguro, no merezco. Veamos. La vida es larga, aunque nunca lo suficiente. Demasiado cruel en ocasiones. En otras considerablemente vacía, monótona, triste, rutinaria, casi carente de sentido. No sé, dame un argumento convincente. ¿O es que aún serás capaz de reconocer, no ya a mí, si no a ti mismo/a que puedes renunciar fácilmente a nuevos sabores, colores y texturas?

Sí, claro, claro, todos podemos, cualquiera puede. En estos casos boquita cerrada, caladas a un cigarro que parece interminable y mirada al infinito. ¡Ayyy, la doble moralidad imperante! Nada, como bien dice mi suegra, el AMOR es respeto, respeto, respeto, respeto, respeto, respeto, respeto, respeto, respeto y confianza plena. Todo lo demás... Bueno, lo demás es lo que nos llevaremos a la tumba...

"La fille sur le pont" de Patrice Lecomte

El trajín diario que me impulsa y me agota a partes iguales me conduce, inevitablemente, a un receso en el camino abrigado sólo por el aislamiento más absoluto. Como una luciérnaga en busca de luz artificial en una oscura noche sin luna, escudriño mi propia silueta en el mullido sofá de mi salón con la exclusiva compañía de un DVD: La fille sur le pont de Patrice Lecomte.
Pocas veces he podido disfrutar tanto de una película hasta el punto de poder saborearla en mi boca, despacito, dándole vueltas con la lengua, mientras en mi paladar se asienta un desconocido pero atrayente sabor dulce que tiende a condensarse en mis labios. La temible sensación de llegar a separarlos para lanzar un suspiro de anhelo al viento y que ese sabor extrañamente dulce y atrayente se escabulla para siempre, me hace inspirar todo el oxígeno que mis pulmones permiten albergar. La magia del momento dura un par de segundos, los suficientes para impregnarme de la dulzura de una historia de amor que se desarrolla como nunca antes conocí.

La chica del puente es una historia de deseo y pasión bañada por las aguas de un río que fluye como la vida, imprevisible y cambiante. El encuentro casual de los protagonistas, que ya utilizara el director de forma magistral en El marido de la peluquera, se instala casi desde las primeras secuencias del film como alternativa a una rutina insulsa para la que el suicidio parece resultar la única salida. Al igual que dos amantes que de continuo se acercan y se distancian para evitar cualquier compromiso que les ate, la historia deambula entre encuentros, desencuentros y reencuentros de una pareja dibujada con los trazos de un vínculo indeterminado. Sólo la medida en la que estos desencuentros se incrustan en la piel de los protagonistas es la responsable de que las heridas sanen o los arrastren como la corriente a una muerte "amatoriamente" previsible. Dicho lo cual, me pregunto soñolienta en el mismo mullido sofá donde comenzó esta historia, fingiendo leer los títulos de crédito, quién salva a quién en las innumerables y dispares historias de dos...



ARGUMENTO: Adele, una joven cansada de no encontrar un sentido que justifique su triste existencia, decide acabar con su angustia vital arrojándose al Sena desde un puente parisino. Es entonces, navegando entre sugerentes blancos y negros, cuando Gabor aparece como una ráfaga instintiva que emana del deseo más simple ofreciéndole a esa chica extraña de mirada triste una muerte más sutil, arriesgada y furtiva: Someterse al lanzamiento de cuchillos de su propio espectáculo circense. La palpable diferencia de edad entre ellos no es inconveniente para entrelazar dos destinos atrapados por las coincidencias más sorprendentes.

"The Visitor" o el poder de las miradas de ojos oscuros

Esta noche he podido dormir de un tirón... por fin!! Mi cabeza es de ideas fijas (sólo ella, yo no) y se ha vuelto especialmente impertinente en las dos últimas semanas. Cuando se niega a desconectar, por muy cansado que se encuentre mi cuerpo, ella sigue haciendo de las suyas convirtiendo mis horas de sueño en una lucha continua contra las sábanas. Me destapo. Me tapo. Saco un pie. Lo meto de nuevo. Miro el reloj. Me desespero. Respiro hondo. Cuento ovejitas. Empieza a entrar luz a través de la persiana. Miro de nuevo el reloj. Me reconozco vencida... Y todo esto en el más profundo y desesperanzado silencio para no molestar a mi compañero de cama. En este calvario nocturno la sabiduría popular está de más: "Los que se acuestan en el mismo colchón...". Pero hoy será distinto, seguro. Me da igual lo que mi cabeza esté planeando, pienso dormir todas juntas las horas que llevo perdidas de sueño, le guste a ella o no. Esta noché será ella la gran perdedora. Porque sí. Porque quiero. Porque se lo merece. Y punto.


 
Hace un rato hemos llegado a casa tras una agradable y tranquila jornada de tapitas y cine con mi suegro. Nada que ver con la aburrida y tumultuosa mañana en IKEA (puag!!). Como la mayoría manda, Alberto, ante la tesitura de elegir entre la película propuesta por su padre y la mía, fue coherente y apoyó mi opción. ¿Ves?, en este caso no está de más el refranero: "...se vuelven de la misma condición". The Visitor. Una película de ésas capaces de transmitir sensaciones sin necesidad de palabras, sólo con el poder de las miradas. Sin ir más lejos, la soledad tiene los ojos claros y las comisuras de los labios dirigidas al suelo. Esa soledad "deseada" se oculta bajo gafas cambiantes, unas veces coloreadas, otras transparentes, a las que sus propios ojos se adaptan poco a poco hasta convertirlas en una máscara que llevar por bandera de cara a la galería. Esa soledad del protagonista de ojos claros asume su desdicha convertida en rutina como el que se mira al espejo y no se reconoce en él. Por su contra, la compaña tiene los ojos oscuros y las comisuras de los labios danzando ingenuas hacia las nubes. Esa compaña "desconfiada" tiene patas de gallo dibujadas por las ganas de caminar hacia delante, unas veces por el sendero más corto, otras por el más largo, pero siempre impulsadas por anhelos desvencijados por el tiempo que, sin remedio alguno, inundan sus ojos de lágrimas. La compaña que regalan los tres personajes inmigrantes de esta conmovedora historia no les resta ni un ápice de dicha. Porque se puede ser feliz deseando cumplir un sueño, compartiendo parte de tu tiempo con quien apenas conoces, buscando un abrazo fuerte de esos que no dejan respirar, dando sin esperar, guardando silencio cuando no hay nada que decir, gritando desesperado cuando las palabras faltan, susurrando un "no quiero que te vayas" a las puertas de un viaje sin retorno. The Visitor enseña que una simple mirada de ojos oscuros es capaz de trastocar el universo... aunque tan sólo sea por unas horas.

"Sehnsucht", de Valeska Grisebach

Hoy miércoles me he tomado el día de vacaciones. Siento reconocer que no por gusto, sino más bien obligada por una faringitis de caballo que, sin piedad alguna, se ha apoderado de mi voz. De seguir así, a este ritmo estoy segura de que acabaré con la reserva mundial de miel antes de mañana, pero es que no me van los remedios químicos. Yo soy más de mantita, leche caliente (puag!) y sofá. ¡Qué le vamos a hacer! No obstante, llevo desde las seis y media de la mañana en planta. Sí. Pero, aunque me levanté dispuesta a afrontar un nuevo día de trabajo, vomitar el desayuno por un insistente golpe de tos (siento ser tan gráfica) me hizo sacrificar mi cinco de diciembre de vacaciones por reposar la garganta hoy en casa. Al final, el reposo obligado se ha visto convertido en un descanso productivo.

SEHNSUCHT. Cuando compré esta película hace un mes, Domingo estaba de visita ese fin de semana en casa. Nada más verme con ella en la mano dijo “estoy seguro de que escribirás sobre esta película en tu espacio”. En ese momento el comentario me resultó de lo más divertido a la par que absurdo (vamos, ni que yo lo escribiera todo en mi espacio). Hoy doy fe de que, o mis amigos me conocen más de lo que creo, o con los años me vuelvo más previsible. En cualquier caso, Domingo tenía razón en eso como suele tenerla en otras muchas cosas. Bueno, que me voy por los cerros de Úbeda. Estoy convencida de que todo tiene su momento y esta mañana era el momento de ver esta película. NOSTALGIA. Ésa es la traducción al español de Sehnsucht, la primera película de Valeska Grisebach.




La luna brillaba de una forma extraña la noche en la que el protagonista de la cinta consiguió enfrentarse a sus miedos, tal vez consciente de que la vida es tan sólo un soplo de aire. Sin saber cómo, las preguntas dejaron de ser necesarias en su monótona relación de pareja porque ambos conocían todas las respuestas. No obstante, lejos de abanderar una inteligente retirada a tiempo, la mujer con la que llevaba compartiendo toda su vida le reconoce, en un último intento de reterlo a su lado, lo mucho que le desea. Y le desea tanto, tanto, tanto pero de una manera tan acostumbrada, que se ve empujada a pedirle por primera vez de forma explícita que se acueste con ella. Entonces lo busca. Pero no lo encuentra. Y lo vuelve a buscar. Pero no termina de encontrarlo porque él ya tiene la cabeza en otra parte. Bien lejos. En otra ciudad. En otra cama. En otro cuerpo. Sólo cuando las circunstancias la obligan a volver a pedirle, casi a suplicarle a su propio marido, que se acueste con ella, sólo en ese instante es cuando hacen el amor con una pasión tan real como jamás vi en ninguna otra película (y mira que he visto). Con bocas que casi no se tocan. Con caricias desbaratadas. Con cuerpos entregados. Pero sin silencios llenos de jadeos. Sin sonrisas cómplices. Sin compartir el mismo aliento. Sin magia. Es la pasión del que se levanta por la mañana rodeado de la misma normalidad rutinaria de cada día. Del que contesta a un “te quiero” con otro bien distinto lleno de aditivos innecesarios: Mucho, tanto, infinito. Todo esto por nada. Porque hay necesidades que no se pueden explicar. Al menos no con palabras. Y eso es lo que rompe la apacible y aburrida vida del protagonista, llegando a convertir el deseo más pasional en un caos emocional comprensiblemente destructivo. El final de esta universal historia de amor, que deambula con la inocencia de un niño entre la valentía del que ama y la cobardía del que desea, es extraordinariamente humano. Humano, real, imprevisible y vulnerable. Tanto como la vida misma. Un placer.

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N.B. Wikipedia:

Sehnsucht es una palabra alemana típica de la cultura romántica que no tendría traducción exacta al castellano. Indica anhelo hacia alguna cosa intangible. Podría recordar al concepto de "nostalgia", pero mientras que ésta es un deseo de reapropiarse el pasado a menudo ligado a objetos precisos, el término Sehnsucht indica la búsqueda de alguna cosa indefinida en el futuro. En tal caso, podría traducirse este término alemán como el "deseo de deseo". De hecho, se deriva de las palabras das Sehnen, que vendría a ser "deseo ardiente", y die Sucht, que significa "adicción o búsqueda". Literalmente, Sehnsucht sería una "dependencia del deseo", o un constante anhelo que lleva al ser humano a no contentarse con aquello que tiene o llega a conseguir, sino que le mueve hacia nuevos retos u objetivos, transformando este sentimiento en una fuerza autodestructiva.

Prescinde de mí

Prescinde de mí. Y hazlo con la facilidad
con la que se abandonan las monedas en un bolsillo.
Con la valía de un "te quiero" a destiempo.
Prescinde de mí si quieres. Y hazlo
con la satisfacción del deber cumplido.
Con la prudencia de quien repite en estas lindes.
Prescinde. Prescinde de mí. Y hazlo
con la conciencia del amante arrepentido.
Con la tranquilidad de quien cree tenerlo todo.
Prescinde de mí. Prescinde de mí si quieres.
Prescinde de mí. Pero no me olvides.

"Camino", una película de Javier Fesser

Desde su estreno el pasado 17 de octubre, y enterada de la controversia a la carta facilitada por los críticos (y los que no lo son tanto), esperaba ansiosa el poder pasar dos horas y media sentada en una cómoda butaca de cine provista de palomitas y coca-cola light. Al principio me sorprendió que la cinta no se proyectase en las salas que acostumbro (Nervión Plaza y Los Alcores), pero visto lo visto imagino que, en una ciudad tan "religiosa de golpe en el pecho" como lo es Sevilla, su argumento no beneficia en nada a cierto sector de la Iglesia, aunque dudo que hoy en día haya algo que realmente lo beneficie. Finalmente, pude ver la proyección ayer noche en una de las salas más pequeñas y con peor sonido del C.C. "Los Arcos".
Camino es una película horrorosamente bella que nos recuerda, en última instancia, lo fáciles de manejar que son nuestros pequeños y el daño que en sus frágiles conciencias pueden llegar a provocar ciertas formas de pensar extremas. Ni que decir tiene que me refiero al pensamiento manifiesto por la fe casi enfermiza profesada por el ala más conservadora (y bien financiada) de la Iglesia. No entra en mi idea de "espacio" (y no por falta de ganas, sino de tiempo) hacer un juicio de valores documentado de esta desfasada doctrina, para eso ya están las miles de entradas que existen en Google, pero reconozco que la historia de Camino (sea ésta realidad o ficción) no deja indiferente a nadie. Lloré, lloré durante gran parte de la película, lloré sin desconsuelo por la cercanía de la historia, por su crudeza, por su calidad humana, por la capacidad de sufrimiento de la niña protagonista, por su candidez, por un padre que ha dejado de pintar algo en la familia, por una madre manipuladora, por dos hermanas cada vez más alejadas, por la enfermedad, por el amor, por el Amor, por el infinito AMOR, por lo corta que es la vida a veces, por lo a la ligera que nos la tomamos, porque me gustó. Y me gustó mucho ver por fin una película que está en el punto de mira por contar, con sumo respeto, la historia de una niña cuya dolorosa muerte se ha utilizado como propaganda religiosa.

Vacuna experimental contra la cobardía

Noticia de última hora. De ultimísima hora. Acaban de salir a la luz pública, pese a los supremos esfuerzos por ocultarlos, unos documentos secretos de un grupo de científicos militares que ha estado experimentando con humanos una vacuna contra la cobardía emocional. Las autoridades sanitarias del país aún no se han pronunciado respecto a esta abominación de la naturaleza. No cabe la menor duda de que esta terrible amenaza asolará el mundo. El propio. El ajeno. El interior. El exterior. La utópica creencia de que el ser humano pueda ser emocionalmente libre asolará tu mundo. El de familiares. Amigos. Vecinos. Mucho me temo que también asolará el mío. Una amenaza sin parangón que se cierne sobre nuestras ciudades como un enjambre de furiosas abejas. Sobre nuestros pueblos. Barrios. Casas. Apartamentos. Buhardillas. Sofás... Un momento. No. No puede ser. Sí, parece que es cierto. Enviados especiales confirman, desde los lugares más recónditos de este desahuciado planeta, que la población observa horrorizada y temerosa cómo los sujetos experimentales, mezclados desde hace años con las personas normales, se entregan a sus pasiones sin el menor pudor. Se ríen en público. Se abrazan. Incluso se besan. Hacen posible la amistad entre personas de distinto sexo. Salen a tomar copas en grupos de diversos miembros a cualquier hora del día sin ningún tipo de remordimiento. Van a cenas de empresa. Dejan a los niños con los abuelos para pasar una noche de cine y jacuzzi en pareja. Vibran con cada nueva caricia. Van al fútbol. Sienten deseos los unos por los otros sin que medie entre ellos más atadura que el afecto mutuo. Se confían sus vidas. Hablan de sexo sin ningún tipo de inhibición. Y hasta se rumorea que lo practican en privado de las formas más depravadas habidas y por haber. Las personas normales, atemorizadas porque este tipo de comportamientos sea contagioso, se atrincheran en sus casas. Se acomodan a sus vidas ante la pantalla de un ordenador portátil. Se autoconvencen de que las cosas no están tan mal a su alrededor. Se acostumbran a las costumbres. Huye, la población huye de la sensación de libertad compartida con otros congéneres que tampoco se sienten libres, pero que igualmente necesitan libertad. La gente normal ha olvidado demasiado pronto que nuestro mundo se deshumaniza a pasos agigantados. Los "normales" se convierten en esclavos de sus propias comodidades mientras sus pies se hunden poco a poco en el cemento fresco, impidiéndoles caminar. Y caminar, aunque sea dando tumbos y a la pata coja, se hace necesario para oxigenar la rutina. Al intentar dar sentido a sus acciones las desproveen de espontaneidad y pierden, pierden, no dejan de perder momentos gratuitos de placentera libertad.

Definitivamente, esa vacuna contra la cobardía emocional debería estar prohibida...

Tú a mí. Sólo eso.

Cuánto has disfrutado, cuánto, sin merecerlo.
Cuánto has perdido, cuánto, sin pretenderlo.
Todo, lo has disfrutado y perdido todo. A partes iguales.
Sin merecerlo ni pretenderlo.
Y ahora das respuesta a mis preguntas admitiendo lo que fuiste.
Sólo un producto pseudoliterario
con el que emborronar unas páginas en blanco.
Tú. Sólo eso.

Cuánto has disfrutado, dime cuánto, sin pretenderlo.
Y cuánto has perdido, cuánto, sin merecerlo.
Todo, lo has disfrutado y perdido todo. A partes iguales.
Sin pretenderlo. Casi sin merecerlo.
Y ahora sonrío complacida al reconocer que yo no perdí nada.
Sólo encontré entre unas páginas en blanco
lo que andaba buscando hacía ya demasiado tiempo.
A mí. Sólo eso.

Los besos y su capacidad de cambiarlo todo

.. ..
Te acabo de besar.
He atrapado tu labio con mis labios
y, cerrando mis ojos con fuerza,
he capturado tu olor.
Sólo tu olor.
SOLO.

.. ..
Con los ojos aún cerrados
he saboreado tu beso con un sabor
tan fugaz y dulce como una gota
de miel en el paladar.
Un sabor intenso.
Frugal.

.. ..
Mientras abría los ojos
la arrogancia de tu prestada lengua
me ha hecho recordar. Con ganas.
Con ganas renovadas.
Las mismas ganas.
De ti.

.. ..
Por eso hace días que
mantengo mis ojos bien cerrados.
Tan cerrados que he olvidado
el color de tu mirada.
El tacto de tu piel.
A ti.

¡Ay, los besos y su capacidad de cambiarlo todo!

Soñé que volaba

Anoche soñé que volaba.
Que flotaba como una pluma impulsada por un leve suspiro.
Que mi cuerpo perdía su peso al tiempo que mis deseos se despedían complacidos.

Anoche soñé que volaba.
Que flotaba como un suspiro engendrado por una burda mentira.
Que mis deseos se despedían complacidos de una vida que ya no les pertenecía.

Anoche soñé que volaba.
Que volaba.
Volaba.
Pero sólo caía.

Morir en octubre

Si quisiera morir elegiría para ello el día de hoy. Me enfundaría en mi vestido nuevo. Ese vestido nuevo que asemeja mi cuerpo al cuerpo de cualquier pin-up de los años 50 (con limitaciones, claro, con muchas limitaciones). Me afianzaría sobre mis tacones de diez centímetros. Esos cómplices mudos de mi propio engaño que se cobran mil y una heridas cada vez que me los calzo. Adornaría mi pelo con algunas pequeñas pinzas. Posiblemente rojas. Rojas. Posiblemente. No, de seguro rojas. Me maquillaría sólo lo necesario para borrar los surcos bajo mis ojos. Labios color labios. Khol negro. Mis pecas al aire. Y una penúltima sonrisa. Si quisiera morir hoy me dejaría los ocho discretos pendientes que adornan mis orejas (cinco en la izquierda y tres en la derecha) aunque al último de ellos, para sentirse realizado, sólo le falte cangrenarme la parcela de cartílago que ocupa desde hace semanas. Me bañaría en esencia de violetas y echaría a andar. A mi ritmo. Sin volver la vista atrás. Sin más equipaje que mis años en el regazo. Echaría a andar hasta parecer un punto casi invisible que se pierde en el horizonte. Sin oír las palabras de aliento a mi espalda. Echaría a andar y desaparecería sin más. Desaparecería... Eso, si quisiera morir hoy.

Fait accompli

Mi ánimo se eleva y desciende con la misma facilidad que lo hace una cometa en su affaire apasionado con el viento. La observo embriagada por los recuerdos, mientras el vértigo de sus cuerdas se enreda en laberintos de nudos que se ensañan con mis manos casi hasta ensangrentarlas. Y son ellas, empapadas y rotas, las que me atan a una realidad de aficionados donde mis pensamientos pasean desorientados entre páginas en blanco.

Mi ánimo se sumerge en lo más profundo de mí robándome el oxígeno en un vano intento de ahogarme en mi propio yo. Cansados, muy cansados de gritar a quien no tiene oídos, mis dedos rebeldes tomaron las riendas de mi vida echando a volar mi ramillete de cometas. Lejos. Bien lejos. Muy lejos. Tan lejos que hace días que mis ojos no alcanzan a nombrarlas.

Mi ánimo deambula perdido abriéndose paso entre gente que guarda su voz para mejores ocasiones. Y sonrío sin ganas mientras invierto mis horas en la búsqueda incesante y absurda de un camino alternativo donde las cometas no despeguen nunca del suelo.

Hoy te etiqueto

Hoy te has convertido en mi hoy. Sin tintes románticos. Sin gestos que arropen. Sin palabras que aten. Un hoy de 24 horas. Efímero. Pasajero. Breve. (Demasiado pasajero y breve). Un hoy desacostumbrado. Desubicado. Huraño. Extraño. Un hoy que palpita de ganas. Que cae rendido a mis deseos. Exhausto. Confiado. A un ritmo descompasado. A su propio ritmo. Resbaladizo. Huidizo. Casi adolescente. Un hoy abandonado a su suerte. Que me atrapa y que me agota. Que me espera y me desespera a partes iguales. Que es sin ser. Un hoy con las horas contadas. Que no perdura. Que hipnotiza. Que no me piensa. Que me olvida. Pronto. Tan pronto.

Hoy he decidido que te limites a sólo hoy. Por eso te invento mío. Renovado. Cambiado. Otro tú para otra yo. Hoy te dibujo y te desdibujo a mi antojo. Emborronado con la saliva de tus propios besos. Desfigurado. Amordazado. Perfilado por mis dedos. Hoy dejo desnuda mi boca para abrigar la tuya. Embebida en la mía. Fría. Amoldada a mis labios. Enredados. Anudados. Prestados. Hoy. Sólo hoy. Sin tintes románticos. Sin gestos que arropen. Sin palabras que aten. Casi sin ti. Desesperadamente sin ti. Absurdamente sin ti.

Hoy quiero hacerte el amor con los ojos abiertos. Hoy. Sólo hoy.........

.........cada hoy.

Normalidad absoluta

La normalidad más absoluta tiene mi cara. Mis labios. Mi lengua. Sin duda se ha apoderado de mi voz. Y de mis silencios. Me roba las palabras. Se crece ante el avance del tiempo. Se oculta en mi propia sombra cada vez que la busco.

La normalidad más absoluta comparte mis apellidos. Responde a mi mismo nombre. Fotocopió mi D.N.I. y lo guardó en su cartera. Es sorprendentemente descarada. Generalmente discreta. Excesivamente prudente. Vulnerable. Frugal. Huidiza. Resbaladiza. Tangible. Real y virtual. Es.




La normalidad más absoluta usa gafas cuando la coquetería femenina se lo permite. Come libros. Bebe canciones que hablan de abrazos fuertes que no dejan respirar. Sueña despierta. Sonríe con ojos miopes y suele charlar confiada. De risas. De risas. De todas tus risas. Y de sexo.


La normalidad más absoluta se acuesta con mi marido. Se levanta con él. Y hasta le hace el amor. Se vuelve inoportunamente palpable y le besa con ganas. Acaricia su boca. Le quiere siempre. Le ama casi siempre.


La normalidad más absoluta se ha instalado en mi casa. Se pone mi ropa. Estrena mis cremas. Se baña en mi olor. Calza mis zapatos. Lleva bolsos. Grandes. Enormes. Casi infinitos.


Créeme si te confieso que esa normalidad absoluta no miente. No juzga. Ni critica. No hace distinciones. Ni aumenta ni disminuye. No se queja. Reacciona. Vive. Vive. Vive. Y hace meses que dejó de fumar.

Epitafio al deseo

"Nada, una vez alcanzado, causa tanto placer como cuando se desea"
(Plinio el Joven)

Yo. Abandonada a mi suerte. Desamparada. Desangelada. Desarropada por sus brazos. Por su boca. Por su sexo. Convertida en una extraña encarcelada dentro de mi propio cuerpo. Despechada. Intercambiada por otro yo. Insulso. Borroso. Fingido.
Tú. Callas. Como siempre callas. De puntillas. Como un vulgar ladrón. Apareces escondido bajo una nueva forma que detesto. Bajo una nueva e indefinida forma que no entiende ni de tiempos ni de espacios, mucho menos caprichosos, ni de música para follar.
Ése es el único efecto de tus palabras en mí. De tus vacías palabras. De tus vacías y engañosas palabras. Déjame. No te soporto, ¿acaso no te has dado cuenta? No hagas que golpee mi cabeza con unas manos tan invisibles y ajenas como tú para así poder arrancarte de ella. Hazme un favor y actúa como si yo no existiera. Sé valiente por una vez y olvídame. No te necesito para sonreír a solas. De nuevo y como siempre. A solas. Déjame en paz. Déjame, por favor. Déjame.

Mis circunstancias y yo

De Félix Lope de Vega (1562-1635)


Esparcido el cabello por la espalda
que fue del sol desprecio y maravilla,
Silvia cogía por la verde orilla
del mar de Cádiz conchas en su falda.

El agua, entre el hinojo de esmeralda,

para que entrase más el curso humilla;
tejió de mimbre una alta canastilla
y púsola en su frente por guirnalda.

Mas cuando ya desamparó la playa,

«Mal haya, dijo, el agua, que, tan poca
con su sal me abrasó pies y vestidos».

Yo estaba cerca y respondí: «Mal haya
la sal que tiene tu graciosa boca,

que así tiene abrasados mis sentidos».