sábado, 26 de diciembre de 2009

Dios no existe y los gobernantes lo permiten

Sudaba por cada poro de su piel. Su roída ropa se le pegaba al cuerpo mientras empujaba nerviosa el carrito de su bebé. Tenía hambre. Estaba lejos de casa. El pasillo hasta la salida delantera se le hacía eterno. Un cartón de leche temblaba bajo su brazo como lo haría un flan sobre un pequeño plato en la mano de un niño. En la distancia vio al vigilante de seguridad flanqueando a la cajera. Mala opción. Su instinto la hizo girar y deshacer sus propios pasos. Aún albergaba una última esperanza: la puerta de atrás.

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