viernes, 25 de diciembre de 2009

Una vida de principios

-Busca un acto cotidiano- solía repetirme. –Cualquier pequeño acto puede ser el principio de algo extraordinario.

A Manuel siempre le gustaron las historias contadas desde el principio. Desde que el ficticio personaje nace hasta que muere o se tira a la despampanante rubia de turno. Nada de historias que comienzan por el final y acaban por el principio. Manuel se perdía en ellas. Era incapaz de seguir el hilo. Más aún tras diez horas de arduo trabajo en una oficina imposible y entre cabezaditas silenciosas en nuestro incómodo sofá de madera. Siempre se perdía. Tal vez por eso, sólo por eso, cada vez que solicitaba mi amparo yo inventaba una nueva historia para él. Desde el principio hasta el final. Y se perdía aún más. Eso me hacía reír.
Nunca llegué a saber, pese a permanecer casi media vida a su lado, si Manuel trabajaba por obligación, por devoción o sólo para mantenerme a su lado. Podía presumir de conocerlo tan bien que entre nosotros sobraban las palabras. Una simple mirada bastaba para adivinar lo que pensaba el otro. Pero las palabras nunca sobran. Es más, siempre nos faltaron. Como me faltó el valor para abandonarlo al principio de nuestra relación, cuando el calvario de media vida a su lado aún parecía una pesadilla imposible. No es bueno amar tanto.
Manuel siempre fue el deseo de las amigas y la envidia de los amigos. No sé cuántas veces oí decir lo afortunada que debía de sentirme por tenerle a mi lado. Incontables. Que la vida me sonreía, aún sin merecerlo. Innumerables. Que la suerte de la fea… Incalculables. ¡Qué afortunadamente lejos queda ya ese principio! Porque mi vida ha tenido muchos principios. Lo cierto es que todas las vidas tienen muchos principios, aunque estos sean tan inminentes que no seamos capaces de reconocerlos aún cuando han pasado. Quizás sea mejor así. El principio de la vida. El acto de nacer. El principio del amor. Los primeros besos. El principio del desamor. La primera historia de tres. Hasta principio de infarto. Y es que Manuel siempre se tomó la vida demasiado en serio. Al contrario que yo. Por eso le quise tanto, por lo diferentes que fuimos. Digo bien, fuimos, porque después de casi media vida juntos nos volvimos tan parecidos que tan sólo nos reconocíamos en el otro.
El principio. ¿Dónde estará escondido el principio? Lo veo tan lejano que ya ni me acuerdo de él. O quizás no quiera acordarme. Al principio del principio de querernos, los obstáculos que se nos presentaron nos parecieron tantos que, más de una, de dos y hasta de tres veces, decidimos poner punto y final a lo que prometía ser una feliz historia. Nunca supe por qué no tuve el valor suficiente para salir corriendo, para remediar el sufrimiento que el amarnos nos causaría. Amar. Amarle por encima de todas las cosas es lo mejor y lo peor que me ha pasado en la vida. Estar separada de él tan sólo un segundo, un mísero segundo, me producía el mayor de los daños. Ni el frío, ni el calor, ni los golpes de la rutina, ni los años, nada ajó tanto mi existencia como el amarle como sólo a él amé. Lo peor es que siempre fui correspondida. Correspondida hasta la exasperación.


Y ahora, aún después de casi media vida juntos, aún después de amarnos y correspondernos hasta la exasperación, ahora, aún después de la muerte, lo veo ahí sentado en nuestro viejo sillón de madera, con la mirada perdida entre fotos color sepia. Ahí sentado, solo, lamentando mi ausencia entre sollozos. Y me parte el alma, aunque sea esto lo único que hoy dignifica mi existencia. Esto y los buenos recuerdos que de mí conserva Manuel en algún rincón de su cabeza y que hoy le hacen llorar. Desesperado. Porque esta misma mañana me he marchado. Para siempre. De su vida y de la mía. Para él hoy comienza un nuevo principio... el de acostumbrarse a vivir sin mí.

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