sábado, 26 de diciembre de 2009

Venturas y desventuras de una Caperucita urbana

Érase una vez un cuento de colores, con buenos y malos, altos y bajos, visibles e invisibles. Un cuento escrito con letras de imprenta y reglones torcidos. Uno de final incierto. Un pequeño cuento con moraleja sobre alguien como tú y como yo,…, bueno, más bien como yo, para qué vamos a engañarnos.
Caperucita, nuestra Caperucita urbana, creció como lo hacemos todos aunque, siendo fieles a la realidad, no tanto a lo alto como a lo ancho. Cuestión de genética. Una buena mañana de otoño, en un ataque de repentina madurez, arrojó con rabia su caperuza al fuego. Se deslió las trenzas, acomodó su desestructurado pelo en plan leonil, se enfundó un escotadísimo vestido rojo y salió de casa bien temprano dispuesta a comerse el mundo... pero el mundo se la comió a ella. Y, como no podía ser de otra manera en alguien de su calibre, se sintió completamente perdida. Perdida y sola. Llorosa. Vulnerable. Tonta. Ingenua. Muy ingenua. Demasiado para su edad. ¡Pobre!
No obstante, haciendo acopio de entereza, nuestra Caperucita de metro y medio se enjugó las lágrimas, respiró bien hondo y decidió echar mano a las fuerzas que aún le quedaban atesoradas en el bolso. Con el rimel corrido y los taconazos salpicados de barro, a Dios puso por testigo de que nunca más volvería a pasar hambre... hambre de afecto, claro. Entonces, cansada de genios faltos de imaginación y de brujas con complementos de Tous, en un acto reflejo muy propio de ella, se recolocó su embutido vestido rojo, se acicaló su imposible melena y se puso manos a la obra. Canceló sus viejas cuentas. Acondicionó su burbuja para los momentos de carencias. Compró un wonder-bra que le sirviera de sustento. Y se armó de todo el valor que cabía en sus cartucheras. Envuelta en su nuevo disfraz, cerró los ojos mientras apretaba los puños con fuerza. Respiró hondo una vez más. Cogió carrerilla y... empezó a comerse al lobo por los pies.

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