sábado, 13 de noviembre de 2010

"El maquinista" de Brad Anderson (2004)

Lo que son las cosas. He pasado gran parte del día arropada por una de las peores compañías que puedo desear en estos momentos: Una faringitis viral que no precisa más tratamiento que mi propia paciencia... precisamente ahora que no voy sobrada de ella. No, si ya tengo claro cómo funciona todo esto. ¡¿Que no quieres caldo?!, pues toma dos tazas.
Desde esta mañana a las seis y media, siete menos cuarto como quien dice, intento ocupar cada uno de los minutos de este solitario día con quehaceres adictivos que no supongan mayor complicación a mi estado actual. Sin apenas suerte en mi afanosa tarea, algunas horas después este día gris con tonalidades malvas empezaba a parecerme eterno. ¿Cuántas veces habré abierto el correo en busca de un mensaje? Ni idea. A la vez que hizo treinta y nueve dejé de contar. ¿Para qué? Ninguna palabra regalada llega cuando se la espera. ¡Menudo martirio!. "Silvia, tienes lo que te has buscado, ni más, ni menos" me he soltado al oído, tan fuerte y tan cruel como una bofetada sin mano, mientras buscaba una película que llevarme a la boca. Es que últimamente no como demasiado.
Por una vez ha sido fácil decidirme. Lo ideal para días grises como el de hoy son los thrillers psicológicos que emborronan la mente con historias imposibles. De esos debo de tener quince o veinte en casa. Memento. The Game. À la folie… pas du tout. Identidad. The Jacket. Hard Candy. Número 23. El maquinista. ¡Ésta! ¡Sí, sí, ésta! El maquinista. La culpabilidad llevada al límite. Muy apropiado.
Recuerdo que la primera vez que vi esta película el aspecto de su protagonista, Christian Bale, me impresionó hasta el impacto emocional. Su delgadez extrema, enfermiza, casi inhumana, da grima. "Como sigas así vas a desaparecer" le repiten sus partenaires divertidas a lo largo de la historia. "Como sigas así vas a desaparecer", ¿de qué me suena a mí eso? En fin. 
Trevor, el maquinista de una fábrica de ferralla, lleva un año sin dormir. Lo suyo, más que un caso agudo de insomnio, parece una paranoia delirante provocada por un episodio guardado a buen recaudo en su subconsciente. La falta de sueño, unida a la escasa ingesta de alimentos, llega a mermar su capacidad de raciocinio hasta rozar la locura. Atormentado por su propia conducta, ve conspiraciones allá donde no las hay, obligándose a recluirse en soledad en busca de la fatal respuesta.



En días en los que no me aguanto ni yo, me pregunto: ¿es posible olvidarse de uno mismo hasta el punto de llegar a desaparecer? Una vez más, con toda mi sinceridad, ni idea. De todos modos hoy, precisamente hoy, me la trae al fresco. Como Trevor en su desdicha, yo “sólo quiero dormir"...

domingo, 7 de noviembre de 2010

La valeur que tu me donnes

Hier, j'ai crié. N'hésitez pas. J'ai crié si fort que ma voix a mélangé avec la tempête invisible qu'inonde ma tête. Mais je ne sais pas s'ils sont des tonnerres ou des comètes ce qu'aujourd'hui rugit véhément en elle.


J'ai crié, hier. Bien sure. J'ai crié entraînée par une pensée récurrente, c'est toi qui mente, pendant que j'imagine chaque mot, ici avec moi, encore chaude.


miércoles, 3 de noviembre de 2010

El sex-appeal de un botijo

Era de lo poco que me faltaba ya. Anoche, minutos antes de ir a la cama, lo vi. Bueno, hablando con propiedad, no lo vi: ¡Mi tobillo izquierdo había desaparecido! El derecho estaba. El izquierdo no, o sí que estaba (porque yo podía girar el pie en todas las direcciones), pero no se veía. El tobillo derecho era mío, pero el izquierdo le pertenecía a Carmen Sevilla cuando presentaba el “Telecupón”, palabra. Casi no he pegado ojo en toda la noche, obsesionada, con las piernas sobre un montón de cojines. Afortunadamente, esta mañana mi tobillo izquierdo ha reaparecido y, bueno, aún continúa conmigo, aunque imagino que es cuestión de días, tal vez horas, minutos. ¡Adiós últimos vestigios de feminidad, por lo menos, hasta el año que viene!

jueves, 22 de abril de 2010

"Odette Toulemonde" de Eric-Emmanuel Schmitt (2006)

Hoy es uno de esos días que siento como perdido. No puedo evitar, por mucho que me empeño, que cierta sensación de desamparo solitario y perpetuo me envuelva en esta jornada gris como a la protagonista de una tragedia muda en blanco y negro. Y es que, por culpa de una feria que ni me va ni me viene, me veo obligada a pasar la tarde de guardia ante un ordenador demasiado ruidoso en medio de una sala demasiado silenciosa de la segunda planta de un edificio demasiado vacío. Oposiciones a idiota debí aprobar el día que entré a trabajar aquí, estoy segura de ello. El pasar de los minutos se me antoja tan eterno como los bostezos que hace rato suelto a diestro y siniestro. Hasta he tenido que comer aquí, entre estas monótonas cuatro paredes, sólo aliviado mi terrible aburrimiento por el improvisado “tour” que he realizado montada sobre mi silla giratoria de ruedas desde mi mesa hasta la máquina de refrescos, ida y vuelta. Privilegios de estar rematadamente sola.

Alberto suele decir, para alegría de mi músculo motor, que vivir conmigo es lo más parecido a sentirse el protagonista de una comedia francesa de ésas en las que la chica ingenua de turno, normalmente solitaria y extrañamente feliz, pretende arreglar el mundo abanderando una filosofía de vida tan absurda como eficaz. Es todo un alivio saber que su cuadriculada cabeza no es sólo capaz de comprenderme (unas veces mejor que otras), sino que también lo es de valorarme.

Odette Toulemonde es, para mí, una de las mejores comedias francesas de todos los tiempos. De hecho, si yo hubiera tenido que escribir el guión de una película, sin duda alguna que habría sido el de ésta. Un segundo, voy a por una palmera de chocolate a la máquina… sí, montada en mi silla giratoria de ruedas. No tardo nada. […]. Ya estoy de nuevo aquí. Por un segundo he temido que mi merienda se quedase atascada en ese hierro espiral que la debía traer directamente a mis manos, pero no, por una vez se ha portado como un perfecto caballero. Como iba diciendo, la filosofía de vida de Odette condensa las claves para alcanzar la felicidad en cinco puntos de fácil aplicación. A saber:
1. No guardar para mañana las palabras de afecto que puedas regalar hoy.
2. Afrontar cada día con la cabeza en las nubes y los pies un poquito por encima del suelo.
3. Alabar las virtudes de nuestros semejantes sin dar importancia al amasijo de defectos que estamos hechos.
4. Conseguir cada mañana que lo más monótono parezca nuevo.
5. Disfrutar del amor de quienes queremos y cuidar el Amor de quien amamos por encima de todo lo demás.

La sencillez de esta madre de familia viuda, que abarca tanto lo imaginable como lo inimaginable entre plumas y abalorios, revela a ritmo de la atemporal Joséphine Baker un estado de felicidad constante en un contexto de lo más variopinto donde los sueños aún se pueden hacer realidad. Y es que esta heroína de moño encorsetado y maneras de adolescente ingenua nos transporta a un mundo de ensoñación cotidiana donde ser feliz es POSIBLE.


Alberto afirma convencido y rotundo que tengo unos gustos vitales rarísimos. “Por eso me casé contigo, guapo, porque me gustan las cosas raras”, bromeo divertida. Entonces él agacha la cabeza como dándome por imposible y sonríe. Es una de las cosas que más me gustan de él.

martes, 16 de marzo de 2010

"La elegancia del erizo" vs "El erizo"

Llueve. Llueve con intensidad tras un fugaz fin de semana de tregua. Llueve mientras me reconozco que no soporto llevar paraguas. Es un trasto inútil en mis manos. No puedo evitar verme convertida en una Mary Poppins urbana cada vez que el viento azota. Llueve. Con intensidad además. Con muchísima intensidad diría yo. Pienso en mi tierra, rodeada de agua por todas partes menos por una. Un istmo, sí. Una isla no, pero casi cuando llueve de una forma tan intensa como hoy.
Me viene a la mente la figura de mi madre, gesticulando exageradamente, intentado comprender por qué me apasiona que me regalen libros. Ni flores, ni bombones, ni mucho menos joyas. Sólo libros. No lo entiende. No me entiende. Y se desespera porque, para mí, no hay detalle más imperecedero, más apetecible y valioso que un libro.

La elegancia del erizo. Un año más me ha dado por la novela francesa. Soy como el viento: Soplo según me dé. Y este año me ha vuelto a dar por la novela francesa. En un primer momento confieso que la novela de Muriel Barbery no me llamó especialmente la atención. Normal. Quien me la recomendó con su mejor intención opina que yo soy, en cierta manera, un erizo. ¿Yo?, ¿un erizo yo? ¡Venga ya! Y le cogí manía… al libro. Una manía exagerada. Pero es que a una, por muy erizo que se esboce, no le gusta que la vean así. Entonces, como de la nada, surgió El erizo y con él una cita ineludible con la gran pantalla. Claro, no tenía elección, o me leía el libro o me leía el libro. No había otra. Y me lo leí.

Hace mucho tiempo, cada vez más tiempo del que me gustaría, decidí, no recuerdo si por voluntad propia o tal vez empujada por las circunstancias… como iba diciendo, hace tiempo decidí hacer frente a las adversidades desde la perspectiva tan peculiar como particular que supone hacerlo desde detrás de un libro. Con los años aprendes a utilizar los silencios tan a tu favor que, sin saber cómo, la voz comienza a parecer un raro susurro que la gente, tan ajena a la realidad, confunde con un gruñido. Dicen que cuando leo parezco ausente, porque callo… evidentemente (el poeta chileno no descubrió nada nuevo), pero sobre todo porque desaparezco. Y lo hago embebida en realidades paralelas que no me suponen mayor sufrimiento que el enfrentarme a la última página. Si La elegancia del erizo me ha sobrecogido, conmovido, ilustrado, entretenido y demás emociones varias, El erizo, simplemente, me ha fascinado. Vaaale, ya sé que no soy parcial en todo lo que concierne al cine francés, pero es que la película es… es… indescriptiblemente maravillosa. Tanto, que hoy, ahora y ante ti, me autoproclamo “eriza mayor del reino”. Porque mi particular burbuja no deja de ser la sucesión suavizada de la púas de un erizo, uno pequeñito, pero erizo al fin y al cabo, ¿y qué? Así que yo, en mi línea, sólo quiero que hasta tú, Kakuro mío, me dejes en paz. Sobra gente en el mundo para que llames a la puerta de alguien que hace mucho tiempo, demasiado, decidió, no sabe si por propia iniciativa o empujada por las circunstancias, que no quería dejar entrar a nadie en su portería. Alguien que, por no huir, se esconde bajo el disfraz de una falsa apariencia, tan falsa como vulgar, que no hace sino permitirle vivir a su manera. Así es Renée, la señora Michel, la portera del número 7 de la Rue Grenelle, en pleno París. Una mujer que ha sabido asumir una existencia rica y solitaria con la elegancia de un erizo, con la elegancia arisca y esquiva de un erizo.


“Todos somos algo erizos”, me dijo aquél como intento fallido de resarcirse de tan desafortunado comentario. Eso no lo sé, pero yo, de mayor… de más mayor quiero decir… voy a ser portera. Hala.

domingo, 14 de marzo de 2010

In-Munch-ne

"¡AAAAAAAAAAH!". Gritó con todas sus fuerzas, con tantas que hasta creyó que estallaban sus propios tímpanos. Gritó con tanta fuerza que hasta sintió quebrarse sus cuerdas vocales como si fueran las del arco de un violín impetuoso. Gritó como deben gritar los condenados a muerte, sin esperanza. Tal vez como lo haría un agraciado en cualquier juego de azar, con cierta incredulidad y reparo. Como un aficionado al fútbol ante un gol de su equipo en un partido de la "Champion League". Gritó con todas sus fuerzas, con tantas que hasta imaginó que perdería la voz. Gritó. Gritó. Gritó con todas sus fuerzas... pero nadie la oyó.

martes, 9 de marzo de 2010

Le diable amoureux

Intentó tragar saliva. Sentía la garganta tan seca que, en breve y de seguro, ni el aire podría atravesarla. Llevaba semanas, quizás meses, convenciéndose a sí misma de la conveniencia y el acierto de su precipitada decisión, pero hoy, el día elegido, su cuerpo petrificado parecía no querer responderle. Menuda paradoja. Quiso saberse normalmente humana. Ilusa. Lo cierto es que su transformación en piedra era inminente, tanto que ni su propia voluntad sería capaz de deshacer lo deshecho. Al principio, la idea de convertirse en un trozo de roca que ni siente ni padece le resultó de lo más atractivo. Casi se imaginó como aquella estatua que vagaba solitaria, volátil, mágica, página tras página, en la ensoñación de un triste diable amoureux. Ilusa. Dos veces ilusa. En ese momento, la realidad no se le antojaba ni tan literaria ni tan deseada como el meridiano izquierdo de su cerebro le quería hacer creer. De nuevo intentó tragar saliva. Nada. Llevaba semanas, quizás meses, soñando con mudar su piel por piedra, una piedra fría, resbaladiza y dura. Inquebrantable, inhumana, insensible, impermeable. Una piedra informe, pequeña, casi invisible. Una de ésas que alejas de un puntapié o de las que te molestan dentro del zapato. Una piedra olvidada en un cementerio de piedras. Una vez más intentó tragar saliva pero, simplemente, no pudo. Su garganta ya se había convertido en granito.

domingo, 28 de febrero de 2010

"Agua" de Deepa Mehta (2005)


Cúrcuma. “La cocina de mi hermana Patricia huele a cúrcuma”. La enorme sonrisa de una niña de ocho años de piel oscura, casi verdosa, inunda la pantalla de mi portátil en el mismo instante en el que me llevo a la boca el último trozo de una galleta de chocolate. Es curioso como el mismo objeto se vuelve distinto no sólo dependiendo de quien lo mire sino de la perspectiva desde la que se mire. No, no hablo de la galleta. El tiempo fluye como las aguas del Ganges, pausado, ausente, monótono. ¿Me estaré haciendo mayor? Recostada en el sofá y acurrucada bajo mi mantita, dejando que los pensamientos que me acompañan desde hace días vayan desapareciendo poco a poco de mi cabeza, permito que el salón de mi casa se tiña de los colores especiados del mundo en blanco y negro que se dibuja en Agua, la última entrega de la trilogía de los elementos (junto a Fuego de 1996 y Tierra de 1998) de la directora de origen hindú Deepa Mehta. Su estreno, ideado en principio para el año 2000, fue postergado hasta 2005 por las presiones de grupos fundamentalistas religiosos que consideraban que la crítica social de esta cinta no propiciaba la imagen externa de un país tan desestructurado como La India. Increíble, en apenas dos horas lo más insignificante conquista la máxima importancia utilizando para ello la mínima expresión. Me dejo envolver por las primeras notas de una melodía imposible. La magia existe…

Water. La historia transcurre en 1938, en pleno movimiento de independencia del dominio británico liderado por Mahatma Gandhi. Las presiones sociales ejercidas sobre la mujer, sometida ésta bajo el yugo de creencias ancestrales, contrastan de manera significativa con los aires de reforma propiciados por el librepensador hindú. En este contexto brilla la enorme sonrisa de Chuyia, una pequeña de tan sólo ocho años que enviuda el mismo día de su ceremonia nupcial. Mal asunto éste en un país y en una época en los que el destino de la mujer estaba atado de por vida al del hombre con el que contraía matrimonio forzado. Los libros sagrados ofrecían pocas opciones a las viudas: Casarse con el hermano más joven de su marido si la familia así lo consideraba, arder con el difunto en la pira funeraria o llevar una vida de total abnegación confinadas en un ashram donde la mendicidad y la prostitución eran los únicos medios de subsistencia.


Imagino que, para cualquiera que haya disfrutado de tan extraordinaria película, sería relativamente fácil escribir sobre la historia de amor trágico que sirve de hilo conductor a una trama que explora la vida de una docena de viudas de un ashram de Varanasi. Resumo: Un joven estudiante de derecho de nombre impronunciable, seguidor de las ideas reformistas de Gandhi, hijo de brahmanes, la casta social más alta de La India, queda prendado a orillas del Ganges de una joven viuda también de nombre impronunciable, única del grupo a la que se le permite conservar parte de su feminidad para ejercer la prostitución y mantener así al resto de compañeras. Se enamoran. Se buscan. Se aman. Él desea casarse. A ella su pasado no se lo permite. Él rompe con su familia por amor y ella acaba suicidándose en el Ganges. Extraña manera de luchar por lo que se quiere. En fin. Podría escribir sobre ello, pero no me gusta lo fácil.
Otra posibilidad me empujaría a realizar una disertación personal sobre una tradición hindú, por fortuna ya prohibida, que permitía casar a niñas en edad de juego con hombres infinitamente mayores. Con lo intensa que me pongo en estos temas... Meterme en algo así sería como hacer un alegato contra el papel de la mujer durante gran parte del franquismo, convertida en una mercancía adquirida por un contrato absurdo entre un padre y un marido que la reducían a las cuatro paredes de lo que se empeñaban en llamar hogar. Nunca aprenderemos de los errores del pasado.



Agua. Hay algo en esta película que ha llamado poderosamente mi atención y de lo que tú, si tú, no me habías hablado. Algo que me ha emocionado, conmovido, enternecido, enfadado, irritado, alegrado, agitado, agradado, entristecido… pero no tanto como para hacerme llorar. “Cada uno ve la película según la butaca en la que esté sentado”. Ese algo con visos de espejo en el que verme reflejada tiene un nombre propio que, por razones obvias, he tenido que buscar en Google: Shakuntala, la única viuda del ashram que sabe leer. Con unos impresionantes ojos marrones, brusca e introvertida, tranquila y reservada, generosa y solitaria, en Shakuntala se humaniza de una forma magistral la evolución de pensamiento y acción de la colonia británica en vías de emancipación. Algo tan sutil que pasa desapercibido, tan simple que no se advierte. Algo así hace grande lo pequeño. Suele pasar con los detalles que no están a la vista de todos. ¿Acaso no sabes que no se ven las mismas cosas desde un metro cincuenta y tres que desde un metro ochenta y cuatro? Hazme caso, lo sé por experiencia. Nadie repara en las Shakuntalas, pero son las que agitan el mundo. A lo que iba. No hay nada peor, dadas las circunstancias en las que su día a día se desenvuelve, que poseer la desdicha de no ser ignorante. Volvemos a la figura recurrente del erizo: Te miro en la distancia y eso me hace feliz, pero como te acerques, como seas capaz de acercarte te las verás con mis púas. Ésa es Shakuntala, cuya capacidad de sumisión unida a la fortaleza de espíritu la convierten en el personaje más enigmático y menos previsible del reparto. Definitivamente la magia existe y esta noche tú, en la tranquilidad de tu casa, has formado parte de ella. Gracias.

jueves, 25 de febrero de 2010

"Le Scaphandre et le Papillon" de Julian Schnabel (2007)

Pocas veces, creo recordar, he podido mantenerme indiferente ante un estímulo emotivo con independencia de la naturaleza del mismo. Mi cuerpo se resiente, más de lo que desearía, pero mi ánimo sale a flote en busca de continuas bocanadas de aire fresco materializadas, normalmente, en la diversidad artística. Por fortuna, el desconocimiento en la materia me da la suficiente libertad para hablar de cualquier tema que se me antoje con la inmunidad propia del ignorante. Uh, presagio que vuelven las tardes tranquilas de silencio y penumbra. Hace tiempo que andaba tras las huellas de esta plástica co-producción franco-norteamericana. En cuanto conocí la existencia de la novela autobiográfica de Jean-Dominique Bauby y de cómo ésta había sido escrita, dictada letra a letra con su párpado izquierdo, supe que no podría pasar sin ver la cinta de Julian Schnabel. Le Scaphandre et le Papillon.

A principios de los noventa, recién estrenada la cuarentena, Jean-Dominique Bauby, el excéntrico redactor jefe de la revista francesa Elle, sufrió una embolia masiva. Tras tres semanas en coma, Bauby despertó víctima del llamado “síndrome de cautiverio”. Totalmente paralizado, Jean-Do malvivió durante meses encerrado en su cuerpo inerte (la escafandra) sin poder comer, ni beber, ni hablar, ni respirar sin asistencia, mientras su mente funcionaba con la normalidad habitual de quien conserva intactas la memoria y la imaginación (la mariposa). En el hospital de Berk-Sur-Mer especializado en dolencias similares donde fue confinado, aprende con paciencia a comunicarse mediante el parpadeo de su ojo izquierdo. Gracias a esta habilidad forzada, Jean-Dominique Bauby recrea el mundo desde su particular y nueva situación en la novela La escafandra y la mariposa en la que se basa la película de idéntico título.

Para los que aún lo duden, Jean-Do sufrió, cada minuto de su decepcionante estado sufrió. Pero no por él, no, lo hizo por su padre de noventa años enclaustrado en un piso del que sus piernas ya no le permitían salir. Lo hizo por sus tres hijos a los que ya nunca volvió a poder acariciar. Por su exmujer, por ella también, por acompañarle sin reservas en esa cruel etapa de su vida. Sufrió por su nueva pareja, por dejarla abandonada a su suerte. Jean-Dominique sufrió por cada una de las personas que le facilitaron la existencia mientras su cuerpo yacía inmóvil postrado en una cama, sufrió por ellos cada minuto de su decepcionante estado. Por no tener palabras para animarles, ni voz para decirles “te quiero”, por no poder dar un beso ni regalar un abrazo, por miles de razones generosas que le hacían pensar en los demás por encima de sí mismo.


En mi opinión, aferrarse a la vida cuando son otros los que deben vivir por ti es obligarles a dejar a un lado sus hábitos cotidianos para adoptar los tuyos. Aferrarse a la vida a costa de la vida de los demás es egoísmo en estado puro. Aferrarse a la vida cuando ya no nos toca vivir es restarle días de bonanza a quienes más te quieren. En fin, no me gustaría verme en una de ésas y que me obligaran a vivir. No sería feliz siendo una carga.


Jean-Dominique Bauby murió de neumonía el 9 de marzo de 1997.

domingo, 10 de enero de 2010

Mathias Malzieu y "La mecánica del corazón"

"Ya no es más una salsa picante, nuestra historia, sino una sopa de erizos"

La tranquilidad que supone el saberse inmerso en una relación estable, una vez más, me lleva a experimentar cierto desasosiego emocional del que se deriva una ausencia total de capacidad para expresar con palabras lo que el solo tic-tacteo de mi imaginación es capaz de reproducir en vivas imágenes de colores. Siento, luego existo. Estoy segura de que en más de una ocasión (y de dos si me apuras) has tenido la misma sensación que ésta que escribe aunque, a fuerza de colocarte una tras otra mil corazas maltrechas, hoy vives acostumbrado a soñar en blanco y negro. Allá tú. Por mi parte, estoy convencida de que quienes se aferran a la rutinaria realidad con uñas y dientes lo hacen impulsados por un recelo innato a soñar despiertos. Tienen miedo. Miedo. Tanto miedo a que esos sueños infantiles de niño maltrecho y de princesita gafotas no se hagan realidad como a que, por causa de un destino insondable, se cumplan. "En una caza del tesoro, tan pronto como los resplandores de las monedas de oro empiezan a filtrarse por la cerradura del cofre, la emoción nos embarga y apenas osa uno abrir la tapa. Miedo a ganar".

La mecánica del corazón, del francés Mathias Malzieu, es una de esas maravillosas fábulas de niñas solitarias vestidas de prestado que esperan, recostadas en los brazos de su propia ensoñación, a que llegue pronto su príncipe transparente con los zapatos rotos de tanto caminar. Escrita al más puro estilo neogótico de las películas de Tim Burton, La mecánica del corazón nos recuerda, con cierta ingenuidad infantil, que en el juego del amor más son los que pierden que los ganadores. Las palabras, con una delicadeza extrema, se hilvanan a modo de pequeñas cuentas de cristal en una historia universal sobre anhelos y deseos, tiernos y pasionales, de quien ama más allá de lo humanamente comprensible. Pero en esto del amor, del amor verdadero que enreda y quema, los finales jamás están escritos. Y es que, sí o sí, nuestro simple corazón "como mucho es posible que resista la intensidad del placer, pero no es bastante sólido para aguantar los pesares del amor".

_____________________________

Jack, un niño debilucho y frágil atado a un reloj de cuco para sobrevivir, conoce las inclemencias del amor de la mano de una pequeña cantante miope y testaruda cuyo recuerdo le llevará a cruzar parte de Europa en el ocaso del siglo XIX.