domingo, 28 de febrero de 2010

"Agua" de Deepa Mehta (2005)


Cúrcuma. “La cocina de mi hermana Patricia huele a cúrcuma”. La enorme sonrisa de una niña de ocho años de piel oscura, casi verdosa, inunda la pantalla de mi portátil en el mismo instante en el que me llevo a la boca el último trozo de una galleta de chocolate. Es curioso como el mismo objeto se vuelve distinto no sólo dependiendo de quien lo mire sino de la perspectiva desde la que se mire. No, no hablo de la galleta. El tiempo fluye como las aguas del Ganges, pausado, ausente, monótono. ¿Me estaré haciendo mayor? Recostada en el sofá y acurrucada bajo mi mantita, dejando que los pensamientos que me acompañan desde hace días vayan desapareciendo poco a poco de mi cabeza, permito que el salón de mi casa se tiña de los colores especiados del mundo en blanco y negro que se dibuja en Agua, la última entrega de la trilogía de los elementos (junto a Fuego de 1996 y Tierra de 1998) de la directora de origen hindú Deepa Mehta. Su estreno, ideado en principio para el año 2000, fue postergado hasta 2005 por las presiones de grupos fundamentalistas religiosos que consideraban que la crítica social de esta cinta no propiciaba la imagen externa de un país tan desestructurado como La India. Increíble, en apenas dos horas lo más insignificante conquista la máxima importancia utilizando para ello la mínima expresión. Me dejo envolver por las primeras notas de una melodía imposible. La magia existe…

Water. La historia transcurre en 1938, en pleno movimiento de independencia del dominio británico liderado por Mahatma Gandhi. Las presiones sociales ejercidas sobre la mujer, sometida ésta bajo el yugo de creencias ancestrales, contrastan de manera significativa con los aires de reforma propiciados por el librepensador hindú. En este contexto brilla la enorme sonrisa de Chuyia, una pequeña de tan sólo ocho años que enviuda el mismo día de su ceremonia nupcial. Mal asunto éste en un país y en una época en los que el destino de la mujer estaba atado de por vida al del hombre con el que contraía matrimonio forzado. Los libros sagrados ofrecían pocas opciones a las viudas: Casarse con el hermano más joven de su marido si la familia así lo consideraba, arder con el difunto en la pira funeraria o llevar una vida de total abnegación confinadas en un ashram donde la mendicidad y la prostitución eran los únicos medios de subsistencia.


Imagino que, para cualquiera que haya disfrutado de tan extraordinaria película, sería relativamente fácil escribir sobre la historia de amor trágico que sirve de hilo conductor a una trama que explora la vida de una docena de viudas de un ashram de Varanasi. Resumo: Un joven estudiante de derecho de nombre impronunciable, seguidor de las ideas reformistas de Gandhi, hijo de brahmanes, la casta social más alta de La India, queda prendado a orillas del Ganges de una joven viuda también de nombre impronunciable, única del grupo a la que se le permite conservar parte de su feminidad para ejercer la prostitución y mantener así al resto de compañeras. Se enamoran. Se buscan. Se aman. Él desea casarse. A ella su pasado no se lo permite. Él rompe con su familia por amor y ella acaba suicidándose en el Ganges. Extraña manera de luchar por lo que se quiere. En fin. Podría escribir sobre ello, pero no me gusta lo fácil.
Otra posibilidad me empujaría a realizar una disertación personal sobre una tradición hindú, por fortuna ya prohibida, que permitía casar a niñas en edad de juego con hombres infinitamente mayores. Con lo intensa que me pongo en estos temas... Meterme en algo así sería como hacer un alegato contra el papel de la mujer durante gran parte del franquismo, convertida en una mercancía adquirida por un contrato absurdo entre un padre y un marido que la reducían a las cuatro paredes de lo que se empeñaban en llamar hogar. Nunca aprenderemos de los errores del pasado.



Agua. Hay algo en esta película que ha llamado poderosamente mi atención y de lo que tú, si tú, no me habías hablado. Algo que me ha emocionado, conmovido, enternecido, enfadado, irritado, alegrado, agitado, agradado, entristecido… pero no tanto como para hacerme llorar. “Cada uno ve la película según la butaca en la que esté sentado”. Ese algo con visos de espejo en el que verme reflejada tiene un nombre propio que, por razones obvias, he tenido que buscar en Google: Shakuntala, la única viuda del ashram que sabe leer. Con unos impresionantes ojos marrones, brusca e introvertida, tranquila y reservada, generosa y solitaria, en Shakuntala se humaniza de una forma magistral la evolución de pensamiento y acción de la colonia británica en vías de emancipación. Algo tan sutil que pasa desapercibido, tan simple que no se advierte. Algo así hace grande lo pequeño. Suele pasar con los detalles que no están a la vista de todos. ¿Acaso no sabes que no se ven las mismas cosas desde un metro cincuenta y tres que desde un metro ochenta y cuatro? Hazme caso, lo sé por experiencia. Nadie repara en las Shakuntalas, pero son las que agitan el mundo. A lo que iba. No hay nada peor, dadas las circunstancias en las que su día a día se desenvuelve, que poseer la desdicha de no ser ignorante. Volvemos a la figura recurrente del erizo: Te miro en la distancia y eso me hace feliz, pero como te acerques, como seas capaz de acercarte te las verás con mis púas. Ésa es Shakuntala, cuya capacidad de sumisión unida a la fortaleza de espíritu la convierten en el personaje más enigmático y menos previsible del reparto. Definitivamente la magia existe y esta noche tú, en la tranquilidad de tu casa, has formado parte de ella. Gracias.

jueves, 25 de febrero de 2010

"Le Scaphandre et le Papillon" de Julian Schnabel (2007)

Pocas veces, creo recordar, he podido mantenerme indiferente ante un estímulo emotivo con independencia de la naturaleza del mismo. Mi cuerpo se resiente, más de lo que desearía, pero mi ánimo sale a flote en busca de continuas bocanadas de aire fresco materializadas, normalmente, en la diversidad artística. Por fortuna, el desconocimiento en la materia me da la suficiente libertad para hablar de cualquier tema que se me antoje con la inmunidad propia del ignorante. Uh, presagio que vuelven las tardes tranquilas de silencio y penumbra. Hace tiempo que andaba tras las huellas de esta plástica co-producción franco-norteamericana. En cuanto conocí la existencia de la novela autobiográfica de Jean-Dominique Bauby y de cómo ésta había sido escrita, dictada letra a letra con su párpado izquierdo, supe que no podría pasar sin ver la cinta de Julian Schnabel. Le Scaphandre et le Papillon.

A principios de los noventa, recién estrenada la cuarentena, Jean-Dominique Bauby, el excéntrico redactor jefe de la revista francesa Elle, sufrió una embolia masiva. Tras tres semanas en coma, Bauby despertó víctima del llamado “síndrome de cautiverio”. Totalmente paralizado, Jean-Do malvivió durante meses encerrado en su cuerpo inerte (la escafandra) sin poder comer, ni beber, ni hablar, ni respirar sin asistencia, mientras su mente funcionaba con la normalidad habitual de quien conserva intactas la memoria y la imaginación (la mariposa). En el hospital de Berk-Sur-Mer especializado en dolencias similares donde fue confinado, aprende con paciencia a comunicarse mediante el parpadeo de su ojo izquierdo. Gracias a esta habilidad forzada, Jean-Dominique Bauby recrea el mundo desde su particular y nueva situación en la novela La escafandra y la mariposa en la que se basa la película de idéntico título.

Para los que aún lo duden, Jean-Do sufrió, cada minuto de su decepcionante estado sufrió. Pero no por él, no, lo hizo por su padre de noventa años enclaustrado en un piso del que sus piernas ya no le permitían salir. Lo hizo por sus tres hijos a los que ya nunca volvió a poder acariciar. Por su exmujer, por ella también, por acompañarle sin reservas en esa cruel etapa de su vida. Sufrió por su nueva pareja, por dejarla abandonada a su suerte. Jean-Dominique sufrió por cada una de las personas que le facilitaron la existencia mientras su cuerpo yacía inmóvil postrado en una cama, sufrió por ellos cada minuto de su decepcionante estado. Por no tener palabras para animarles, ni voz para decirles “te quiero”, por no poder dar un beso ni regalar un abrazo, por miles de razones generosas que le hacían pensar en los demás por encima de sí mismo.


En mi opinión, aferrarse a la vida cuando son otros los que deben vivir por ti es obligarles a dejar a un lado sus hábitos cotidianos para adoptar los tuyos. Aferrarse a la vida a costa de la vida de los demás es egoísmo en estado puro. Aferrarse a la vida cuando ya no nos toca vivir es restarle días de bonanza a quienes más te quieren. En fin, no me gustaría verme en una de ésas y que me obligaran a vivir. No sería feliz siendo una carga.


Jean-Dominique Bauby murió de neumonía el 9 de marzo de 1997.