martes, 16 de marzo de 2010

"La elegancia del erizo" vs "El erizo"

Llueve. Llueve con intensidad tras un fugaz fin de semana de tregua. Llueve mientras me reconozco que no soporto llevar paraguas. Es un trasto inútil en mis manos. No puedo evitar verme convertida en una Mary Poppins urbana cada vez que el viento azota. Llueve. Con intensidad además. Con muchísima intensidad diría yo. Pienso en mi tierra, rodeada de agua por todas partes menos por una. Un istmo, sí. Una isla no, pero casi cuando llueve de una forma tan intensa como hoy.
Me viene a la mente la figura de mi madre, gesticulando exageradamente, intentado comprender por qué me apasiona que me regalen libros. Ni flores, ni bombones, ni mucho menos joyas. Sólo libros. No lo entiende. No me entiende. Y se desespera porque, para mí, no hay detalle más imperecedero, más apetecible y valioso que un libro.

La elegancia del erizo. Un año más me ha dado por la novela francesa. Soy como el viento: Soplo según me dé. Y este año me ha vuelto a dar por la novela francesa. En un primer momento confieso que la novela de Muriel Barbery no me llamó especialmente la atención. Normal. Quien me la recomendó con su mejor intención opina que yo soy, en cierta manera, un erizo. ¿Yo?, ¿un erizo yo? ¡Venga ya! Y le cogí manía… al libro. Una manía exagerada. Pero es que a una, por muy erizo que se esboce, no le gusta que la vean así. Entonces, como de la nada, surgió El erizo y con él una cita ineludible con la gran pantalla. Claro, no tenía elección, o me leía el libro o me leía el libro. No había otra. Y me lo leí.

Hace mucho tiempo, cada vez más tiempo del que me gustaría, decidí, no recuerdo si por voluntad propia o tal vez empujada por las circunstancias… como iba diciendo, hace tiempo decidí hacer frente a las adversidades desde la perspectiva tan peculiar como particular que supone hacerlo desde detrás de un libro. Con los años aprendes a utilizar los silencios tan a tu favor que, sin saber cómo, la voz comienza a parecer un raro susurro que la gente, tan ajena a la realidad, confunde con un gruñido. Dicen que cuando leo parezco ausente, porque callo… evidentemente (el poeta chileno no descubrió nada nuevo), pero sobre todo porque desaparezco. Y lo hago embebida en realidades paralelas que no me suponen mayor sufrimiento que el enfrentarme a la última página. Si La elegancia del erizo me ha sobrecogido, conmovido, ilustrado, entretenido y demás emociones varias, El erizo, simplemente, me ha fascinado. Vaaale, ya sé que no soy parcial en todo lo que concierne al cine francés, pero es que la película es… es… indescriptiblemente maravillosa. Tanto, que hoy, ahora y ante ti, me autoproclamo “eriza mayor del reino”. Porque mi particular burbuja no deja de ser la sucesión suavizada de la púas de un erizo, uno pequeñito, pero erizo al fin y al cabo, ¿y qué? Así que yo, en mi línea, sólo quiero que hasta tú, Kakuro mío, me dejes en paz. Sobra gente en el mundo para que llames a la puerta de alguien que hace mucho tiempo, demasiado, decidió, no sabe si por propia iniciativa o empujada por las circunstancias, que no quería dejar entrar a nadie en su portería. Alguien que, por no huir, se esconde bajo el disfraz de una falsa apariencia, tan falsa como vulgar, que no hace sino permitirle vivir a su manera. Así es Renée, la señora Michel, la portera del número 7 de la Rue Grenelle, en pleno París. Una mujer que ha sabido asumir una existencia rica y solitaria con la elegancia de un erizo, con la elegancia arisca y esquiva de un erizo.


“Todos somos algo erizos”, me dijo aquél como intento fallido de resarcirse de tan desafortunado comentario. Eso no lo sé, pero yo, de mayor… de más mayor quiero decir… voy a ser portera. Hala.

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