Escribir sobre la experiencia que supone ser madre me pareció la mejor manera de demostrarme a mí misma que ningún obstáculo, por grande que parezca, es insalvable. El nacimiento de Guillermo fue rápido, tanto que casi ni me di cuenta de que estaba inmersa en todo un mundo de contracciones irrefrenables. Al contrario del embarazo, aquél fue malo, peor que malo, pésimo y aún peor, pero de eso ya no me acuerdo, ¡PUF!, se esfumó en cuanto sentí su mejilla junto a la mía… ¡y aún faltaban los veinte puntos y las dieciséis grapas que me harán asegurarle dentro de unos años que sí, que digan lo que digan en el cole, él salió de la tripita de su mamá!
En ningún momento albergué la esperanza siquiera de ser finalista, sobre todo porque mi intención nunca fue ganar, pero como la vida a veces es maravillosamente imprevisible, pese a no tratar el tema con el empalague que se esperaba, gané… el tercer premio, más de lo imaginado.
Gracias al repentino arrojo que ha aflorado en mí desde hace algo más de cuatro meses, el martes doce de abril de dos mil once será una fecha más para recordar, con una sonrisa traviesa, cuando mis esperanzas sean tan livianas como un suspiro.
SETENTA Y CINCO DÍAS, TRES HORAS, CINCUENTA Y NUEVE MINUTOS Y TRES SEGUNDOS
“En este preciso momento hace exactamente setenta y cinco días, tres horas, cincuenta y nueve minutos y tres segundos… cuatro… cinco… seis… que muté, sin remedio, en una nueva especie. Una especie tan distinta a lo que recuerdo de mí misma que, algunas veces, debo mirarme al espejo durante un buen rato para asegurarme de que soy yo y no otra quien habita en mi propio cuerpo, menos terso, menos ágil y cuidado, pero mío al fin y al cabo. En este preciso momento hace exactamente setenta y cinco días, tres horas, cincuenta y nueve minutos y treinta y nueve segundos… cuarenta… cuarenta y uno… cuarenta y dos… que soy madre. Su madre.
Es curioso, desde entonces todo lo que sucede a mi alrededor se me antoja cuanto menos curioso. Y es que no sé por qué de la noche a la mañana mi colección de sofisticados perfumes ha dado paso, por puro instinto, a cantidades industriales de colonia de bebé, por supuesto sin alcohol, que me salpica de manera automática antes de salir de casa. Tampoco entiendo por qué he dejado de devorar novelas históricas desparramada en la comodidad de mi sofá para ser una ferviente consumidora de todo tipo de cuentos, muchos de ellos sin palabras, que no me canso de interpretar inspirada por el balanceo monótono de una mecedora. Atrás quedaron aparcadas las tardes de cine, palomitas y refrescos de cola light. Ya no necesito que nadie imagine por mí realidades alternativas porque mi cabeza está repleta de sueños color algodón de azúcar en los que él es el único protagonista. El café, ¡ay, el café!, ésa es otra novedad. Desde que me levanto hasta que me acuesto litros y litros de cafeína acompañan mis movimientos. Pero, ¡¿desde cuándo me gusta a mí el café?! Me hago mayor, me he hecho mayor sin saber cómo. Me he vuelto una ñoña que canta canciones de cuna, habla con media lengua y pone caras raras. Diplomada en cambio de pañal y licenciada en esterilizar biberones. De seguir así pronto acabaré doctorándome en la mejor carrera de la universidad de la vida. ¡Si mi madre me viera!
Nadie me lo ha podido confirmar, pero todo apunta a que las perspectivas cambian. A medida que pasan los días van cambiando irremediablemente de una forma casi mágica. Con apenas tres meses de vida, mi niño ha conseguido lo que yo misma no he logrado en casi treinta y seis años: Conceder importancia sólo a las cosas que en realidad la merecen. En este preciso momento hace exactamente setenta y cinco días, cuatro horas, dos minutos y doce segundos… trece… catorce… quince… que me siento la mujer más afortunada del planeta.
P.D. Mientras escribo estas líneas con una sola mano, Guillermo duerme tranquilo en mi regazo. Lo observo con una nueva mirada, arrugada, serena y limpia, mientras él, como intuyéndome, abre un ojito y me regala la sonrisa muda más extraordinaria del planeta. Y yo… tan feliz”.