sábado, 26 de diciembre de 2009

Carmelita "cuatroletras"

-No mires al sol que te quedarás ciego.
-¡Pero si soy ciego desde que nací!
-Sí, pero no podrás oír mi voz.
-¿Y por qué no podré oír tu voz?
-Porque no podrás verme.
-¡Pero si ya no te veo! ¡Soy ciego!
-Ves, eso te pasa por mirar al sol.

Carmelita, la luz de mis días oscuros, creció convencida de que nací ciego porque mi madre se enamoró del sol. Siempre tan ingenua. Ojalá hubiera sido por eso y no por deambular por caminos torcidos que la llevaron de cama en cama. Carmelita estaba obsesionada con la influencia del sol en nuestras vidas y a mí, enredado en sus delirios, me encantaba hacerla rabiar con la mirada perdida en él. Entonces sólo se le ocurría decir que no podría oírla. Y se callaba. Casi no respiraba. Pero nunca se apartaba de mi lado. Su olor a lavanda la delataba. De haber sospechado esa niña pecosa y escuálida que, pese a sus silencios, nunca me sentí abandonado, me habría arrancado el olfato de un mordisco. Pobre de mí, ciego, sordo y sin nariz. Sólo así, tal vez, tal vez sólo así habría temido no tenerla a mi lado. Tan callada. Casi sin respirar. Pero oliendo a lavanda. ¡Ay de mí si hubiera sabido que su simple presencia, ya desde niños, anulaba todos mis sentidos! ¡Ay de ella si hubiera intuido que su simple presencia hacía aflorar mis instintos más bajos! Carmelita creció creyendo que yo era un ser enviado por su dios. Una especie de ángel de la guarda encargado de velar por su seguridad con mis ojos vacíos. Intimidada por conocerla mejor de lo que ella misma se conocería nunca. Por reconocerla entre cien, aún sin abrir su boca. Por intuirla embebido en la más negra de las oscuridades. Su olor a lavanda la delataba. De mil y una maneras la soñé. Y de mil y una maneras la deseé.
Cuando Carmelita se echó su primer novio aún vestía calcetines hasta las rodillas. Y, con las trenzas de su pelo a cuestas, pensó que éste sería el primero y el último. Por eso dejó de ser la guía de su fiel perro ciego en la verbena de los viernes. Dejó de brillar con luz propia. Tan inocente. Tan pura. Con su olor a lavanda. Todavía con calcetines hasta las rodillas y con sus dos trenzas, se le quebró el corazón en tres pedazos. Uno por aquel caradura. Otro por ella misma. Y el último y más pequeño por su amigo ciego y sordo de tanto mirar al sol. Tres trozos irregulares de corazón. Uno por la mano desafortunada bajo su falda. Otro por la pena que bajó sus calcetines y alborotó su pelo. Y el último por perder la llave del cajón donde dejó guardado a su especie de ángel de la guarda. El segundo y el tercero no fueron muy diferentes al primero, salvo porque transformaron sus calcetines en medias de nailon y cortaron sus trenzas “a lo garçon”. Con el cuarto perdió lo que siempre soñé mío. Y a partir del quinto perdí la cuenta. Siempre tan ingenua. A todos quiso como al último y único, aunque a ella la quisieron como a cualquiera otra de tantas. A todos quiso como al único y último, aunque todos la usaron y abusaron a su antojo.
A esas alturas de la vida ya hacía demasiado tiempo que me había borrado de su historia. De un plumazo. Y es que a nadie le gusta tener una especie de ángel de la guarda blanqueando cualquier punto negro digno de reproche. Ya no era más que un antiguo compañero de escuela ciego y sordo de tanto mirar al sol. Un antiguo compañero de juegos ciego y sordo que ya empezaba a perder el olfato. Porque el papel de regalo que envolvía a Carmelita ya no era el mismo de años atrás. De tan ajado no me hacía falta intuirla para saberlo. Aquí, en un pueblo tan pequeño, hasta las piedras hablan. Además, sus medias agujereadas y su pelo húmedo la delataban. Ya no olía a lavanda. O eso me parecía a mí. Pero si algo permanecía intacto al paso del tiempo, era la inocencia de aquella niña con trenzas y calcetines hasta las rodillas con la que compartí tardes de colegio. Siempre tan ingenua. ¡Cuántas veces soñó, de niña, llegar a ser algún día doña Carmen, señora del alcalde! ¡Cuántas veces soñaría, ya no de tan niña, ser la ingenua Carmelita de entonces, con calcetines hasta las rodillas y el pelo trenzado! Con ese olor a lavanda. La niña que cegaba mis sentidos. La misma que me abandonó en un cajón sin llave.
Hace años que a esa Carmen le acompañan cuatro letras que nada tienen que ver con las soñadas. Cuatro nuevas letras que retumban en mi cabeza con más intensidad que el sol de mediodía en mis ojos vacíos. Carmen la puta, la ramera, la golfa, la mujer de la vida, de la noche y de la calle. Carmen la que conoce cada cama de cada hombre de cada pueblo de la comarca. Menos la mía. Mientras, en mi cabeza revolotea el reflejo del primero que le metió la mano bajo la falda. El primero que le tocó una teta desnuda. El primero que se la llevó a la cama. El primero que la engañó. Todos con la misma cara. Una cara que no es la mía. Una cara que siendo la misma es cada vez distinta. Y su vida empezó a carecer de sentido. Al menos para mí. Porque Carmelita, mi Carmelita, siempre tan ingenua, a cada uno se entregó hasta el final. Por cariño. Con sus calcetines hasta las rodillas y su pelo trenzado, hizo de su vida un acto de amor para quienes nunca la quisieron.
Carmen, la de las cuatro letras, pronto empezó a deambular por caminos torcidos. Tan torcidos como los que en su día frecuentó mi madre. Carmen, doña Carmen, también se enamoró del sol. Pero tuvo miedo de traer al mundo un niño ciego, sordo y sin olfato. Un niño que fuera una especie de ángel de la guarda. Un perro fiel al que guiar. El blanqueador de los puntos negros de su expediente vital. Y, antes de regalarle tamaña carga a su disoluta vida, echó a volar desde el campanario de la ermita. Sin compañía. Echó a volar tan alto, tan lejos y tan alto que casi tocó el sol. Carmelita, mi Carmelita, siempre tan ingenua, con sus calcetines hasta las rodillas y su pelo trenzado.

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